domingo, 3 de mayo de 2009

XVIII.

El 14 de marzo de 2013 amaneció con un sol centelleante, despuntando en lo alto, acariciando con sus rayos los rascacielos. Nacho se despertó muy temprano. Se levantó despacio de la cama donde dormía plácidamente Beatriz para no interrumpir su sueño. Se vistió con el impecable traje que hubiera comprado en Barakaldo y abandonó el Plaza Hotel.
Tomó uno de los taxis amarillos, aparcados en la puerta al acecho de clientes y se dirigió en dirección al Soho. El taxi no tardó en perderse entre las interminables filas de vehículos que se amontonaban en la Franklin Roosevelt Drive. Cuando por fin llegó al destino deseado, resolvió pasear en dirección al Puente de Brooklyn. Boutiques, tiendas, galerías y museos inundaban las calles de “los Cien Acres del Infierno”, como era llamada tiempo atrás la zona. Toneladas de hierro fundido se alzaban, conformando altos bloques que se extendían desde las calles Canal y Howard hasta las calles West Houston y East Houston. Hierro fundido como del que, en ocasiones, había pensado estaba hecho su corazón... si realmente tenía corazón. Debía de poseerlo, de lo contrario no se sentiría como lo hacía en ese momento.
Beatriz, en la cama del hotel, soñaba. Soñaba que paseaba por la playa, cogida de la mano de Nacho, y ambos se reían y se susurraban cosas al oído para inmediatamente después reírse. Sus pies descalzos eran mojados por la espuma de las olas que lamían la orilla intermitentemente. Y de pronto, él le decía algo. Ella mostraba un gesto de enfado fingido y le perseguía por toda la playa sin poder darle alcance.
Nacho se encontraba henchido de felicidad. El pasado día había supuesto la culminación de su vida. Había realizado toda un pirueta de rebeldía y no sólo se sentía orgulloso, sino completamente realizado. Podía asegurar que era absolutamente feliz. No cabía en su mente que pudiera ser más feliz. Eso era imposible.
Beatriz por fin había atrapado a Nacho y le reprendía cariñosamente para acabar besándole. Se abrazaban y caían sobre sus rodillas, dejándose rodar por la arena húmeda de la playa. Tumbados sobre ella, se besaban acaloradamente, con un ardor que ni siquiera la ola que empapó sus vestiduras pudo calmar. Se reían.
Nacho se hallaba en la acera de madera del Puente de Brooklyn. Caminaba despacio, inmerso en sus pensamientos. El puente. Aquella red de cables entrecruzados asistía sus pensamientos y, en cierto sentido, los atrapaba como si fuera una telaraña.
Era demasiado feliz como para poder superarlo. Ya no le valía de nada la rebeldía. Todo aquello era inútil. No tenía ningún motivo, ninguna meta por la que luchar. Nada le proporcionaría mayor felicidad que la obtenida ese 13 de marzo de 2013. Nada. Lo peor de todo era que sabía perfectamente que tampoco podía escudarse en mantener la felicidad obtenida. Esa felicidad era tan efímera que resultaba intocable ; se esfumaría por si sola sin que nada ni nadie pudiera hacer nada para remediarlo. Con la pequeña odisea de localizar después de veinte años a la única mujer a la que había amado en su vida, arrancarla de su familia, traerla a Nueva York y enamorarla de nuevo ya había hecho suficiente. Era libre, totalmente libre, habiendo dejado atrás a todo y a todos.
Comenzó a subir por los cables retorcidos del puente.
¿Qué más podría hacer para superar esa hazaña? Nada. Era la única respuesta posible. Y cualquier intento de hacerlo, por estar destinado al fracaso desde su inicio, no haría sino empeorar la situación. Ahora era completamente feliz y libre y eso no se lo iba a arrebatar nadie como había pasado en tantas ocasiones.
Beatriz estaba tumbada encima de Nacho y hacían el amor, empapados por las olas del mar que se crecían con la marea. Un cielo inflamado por el atardecer les iluminaba.
En la suite del Plaza Hotel, Beatriz se despertó sobresaltada con una horrible sensación de vacío al ver el colchón desocupado, abrazando en vano la ausencia de Iñaki. En ese preciso instante, a unos kilómetros de distancia, Nacho se lanzaba al vacío desde el Puente de Brooklyn. Unas aguas con cien mil destellos producidos por el sol aguardaban su caída. En su rostro se veía una amplia sonrisa que desembocó en un sonora carcajada. Era feliz. Era feliz y libre.
Antes de estrellarse violentamente contra la superficie vio en el puente a los coches. Allí estaban, de un lado para otro, devorando kilómetros de asfalto a toda velocidad. Enterrando la ciudad bajo sus ruedas con una indiferencia que sólo alteraban lo imprescindible... lo imprescindible para no colisionar con el resto de los coches. Madrid, Nueva York...En todos sitios era igual. Siempre igual.




Madrid, junio de 1997