martes, 31 de marzo de 2009

XI.

El ruido de los reactores del avión indicaba que el despegue era inminente. La velocidad fue en aumento y cuando Beatriz notó que las ruedas perdían el contacto con la pista, sintió que ella lo hacía con su presente porque al fin había recuperado el pasado y quién sabe si no había hecho lo mismo con el futuro. Pasadas unas horas aterrizaría en Nueva York. Una vez más, sería Nacho quien consiguiera que ella pudiera ver cumplidos sus sueños. Muchas veces se había preguntado qué habría pasado si aquel día no se hubiera largado, si hubieran permanecido juntos. La respuesta siempre era la misma: era imposible. Nacho no lo habría soportado. Ella, tampoco. Nada habría sido igual. Era una persona con la que unos meses, unos días o, incluso, unas horas, valían por toda una vida al lado de otra. Pero sólo eso, un breve espacio de tiempo que no se prolongase excesivamente. De hecho, una vida junto a Nacho se convertiría en un infierno ; su ritmo, su filosofía del día a día, de la muerte, en definitiva, de todo, producía una desazón en los demás, que eran incapaces de seguir su estela. Mientras se vislumbrara esa estela, podía disfrutarse de su compañía, pero cuando dejaba de verse a lo lejos, su sola presencia provocaba un sufrimiento indecible, abriendo unas lacerantes heridas que jamás cicatrizarían, ni siquiera con el tiempo. Al contrario, el paso de los años no serviría sino para avivar el dolor de las heridas, que parecería sordo si Nacho mostraba su estela de nuevo y uno se engachaba a ella, a pesar de saber, sin duda alguna, que el dolor después de ese segundo contacto sería aún más agudo, más angustioso y, sobre todo, eterno.
- ¿Por qué te fuiste? -preguntó Beatriz.
- Sabía que me lo preguntarías.
- ¿Qué esperabas? -recriminó-. Me estuve repitiendo esa pregunta cada día que me levantaba durante muchos años.
- No lo sé -contestó-, sencillamente, no lo sé.
- Vamos, Iñaki -continuó Beatriz-, no me digas que fue un fogonazo.
- Desde luego, si lo fue, tuvo la intensidad de doscientos -bromeó, inclinando la cabeza a la izquierda y arqueando las cejas levemente-. Estaba un poco harto, ¿sabes? Tienes que saberlo mejor que nadie. En mi casa las cosas nunca marcharon bien. Los únicos momentos buenos no eran buenos en esa casa, simplemente eran más llevaderos. Y fuera las cosas no eran mucho mejor.
Beatriz le miraba atenta, despertándose en ella un sentimiento de lástima y misericordia que, inconscientemente, pretendía desechar.
- Y apareciste tú. Tú eras la alternativa, la salida. Y créeme, la mejor salida que tuve nunca. Pero también apareció Enrique y con él, los problemas. Sé que te liaste con él.
La expresión del rostro de Beatriz se transformó en una faz de asombro, culpa, y vergüenza fundidas en una velada mirada.
- ¿Cómo lo supiste?
- Lo supe y punto. Me lo imaginaba. ¿Te acuerdas que te dije que te dejaría de querer de golpe?
- Sí -replicó.
- Pues mentí. Te amaba demasiado para poder hacerlo. Lo que pasaba es que ya no podía amarte tan cerca. Necesitaba poner por medio kilómetros y años. Sólo así no dejaría de quererte. Así que cogí y me largué.
Beatriz estaba tan confusa por el descubrimiento de su relación con Kike que pretendió cambiar el rumbo de la conversación.
- ¿Y no has hablado con nadie desde entonces?
- No. Cuando te vas de un sitio, has de irte bien, si no, no te vayas. ¿De qué habría servido ponerme en contacto?
- ¿Ni siquiera con Ángel o Luna?
- Hablar habría sido más doloroso para ellos. Eran mis amigos.
- ¿Y dices que eran tus amigos? ¿Y ni una carta, ni una llamada para saber qué es de ellos?
- Ángel se casó hace dos años con Paloma. Luna vive en Barcelona y es una solterona que vive de puta madre con su trabajo de publicista.
La sorpresa volvió a inundar a la mujer, que hablase de lo que hablase no conseguía escapar del misterio y delirio que irradiaba el hombre que tenía a su lado. Sólo alguien como él habría sido capaz de saber qué era de sus amigos después de tanto tiempo.
- El que no esté en contacto con mis amigos, no quiere decir que les haya abandonado -se impuso él, con un tono de voz un tanto ronco, dominante-. No lo olvides nunca.

viernes, 20 de marzo de 2009

X.

Nacho se levantó y fue a su encuentro. En mitad de la plaza se cortaron sus respectivas trayectorias o, más bien, se unieron. Caminaron hasta poder encontrar un taxi libre.
- ¿A dónde vamos? -preguntó Beatriz.
- A Bilbao. Tenemos que pasarnos por el Consulado antes de ir al aeropuerto.
El camino hacía Bilbao supuso la primera toma de contacto; durante todo el trayecto el silencio no se rompió salvo cuando el conductor, aburrido por lo rutinario del trabajo intentaba en vano entablar una de sus conversaciones banales. La pareja ni siquiera se miraba a la cara. Los pensamientos de uno y otro les impedían todavía hablar, compartir sus experiencias, abrirse. Los recuerdos, las esperanzas y las antiguas promesas parecían no querer dejarles en paz, esa paz que a veces es necesaria para poder charlar con calma. El cambio de planes que Beatriz había sufrido la había desconcertado. Nacho, por contra, no había sufrido ningún cambio brusco. Jugaba con ventaja y lo sabía. Era él quien tenía la baraja en sus manos. Tenía las cartas marcadas y, curiosamente, no pensaba hacer uso de ellas. La suerte ya estaba echada y no iba a jugar sus naipes, que vinieran como quisieran... el resultado, seguramente, sería idéntico.
Cuando llegaron a Bilbao se dirigieron a la Avenida del Ejército y en el Consulado, Aitor les facilitó el certificado internacional de vacunación contra la viruela y el cólera que era necesario para poder entrar en Estados Unidos. Cuando llegaran a su destino ya recibirían el correspondiente visado.
- Gracias, Aitor. Te debo una -dijo Nacho.
- No, te sigo yo debiendo a ti. Por los viejos tiempos, ¿no?
- Claro, por los viejos tiempos.
- Oye, ¿sigues teniendo aquella caravana que se caía a cachos? -preguntó, tras el mostrador, con una sonrisa pícara cargada de ironía.
- No, la vendí por una miseria. Ya no me servía.
Tras una cariñosa despedida, los dos amigos se perdieron de vista. Desde allí, Nacho y Beatriz fueron directamente al aeropuerto. Para ello tomaron otro taxi que les llevó al punto de partida que veinte años atrás se había esbozado y que ahora estaba perfectamente definido. Esta vez, el trayecto gozó de una conversación, que no cesaría ya más, porque ambos necesitaban hablarse el uno al otro tanto como respirar, incluso más. La distancia y el tiempo, la soledad y la familia no habían logrado distanciarles y en aquel momento, sentados juntos en un taxi camino de Sondika, se sentían más unidos que nunca. La sensación de fugitiva que escapa de su familia, se había esfumado del interior de la mujer. Sencillamente, era un paréntesis que abría en su vida y que ignoraba por cuanto tiempo permanecería abierto. Quizás no lo cerrara nunca. Quizás mereciera la pena sacrificar veinte años de su vida por un día. Quizás.
- ¿Así que, al final tuviste una caravana? -preguntó Beatriz.
- Claro, hombre. ¿No te lo había dicho?
- Sí, pero ya se sabe que del...
- ...Del dicho al hecho hay mucho trecho, ¿no es eso? -interrumpió Nacho-. Pues ya ves, en cuanto tuve el dinero suficiente me la compré. Era una vieja, de segundamano, pero era preciosa. En ella he pasado casi todos estos años.
- ¿De un lado para otro?
- De un lado para otro. Unas veces me quedaba más en un sitio y otras menos, pero siempre en la caravana.
- Al final lo conseguiste, ¿eh? ¿Siempre consigues lo que te propones?
- Ya veremos. Aún queda lo más importante -contestó.
- ¿Por qué vendiste la caravana?
- Ya lo has oído, no me servía. Necesitaba el dinero para el pasaporte.
- ¿Para el pasaporte? -preguntó Beatriz, esperando salir de la confusión en que estaba sumida.
- El pasaporte para ir a Nueva York. ¿Con qué dinero crees que he pagado el traje, los viajes que hecho para encontrarte y los pasajes para el avión?
Beatriz se quedó callada. Le miraba fijamente, con los ojos vidriosos y sintiendo de nuevo en su corazón lo mismo que había sentido aquella noche en La Pérgola cuando Nacho cantó para ella. Acercó despacio su rostro, como no queriendo romper aquel halo de felicidad y deseo, y le besó. Para Nacho y, en el fondo, para ella misma, fue el primer beso sincero en casi veinte años. El primero y, probablemente, el más esperado.

domingo, 15 de marzo de 2009

IX.

Beatriz caminaba con un paso acelerado. Llegaba tarde. Nacho le había dado una hora y ese plazo ya había expirado. ¿Seguiría aún en la plaza? Tenía que seguir. Mientras caminaba, los pensamientos en forma de frases sueltas se agolpaban en su cabeza de un modo anárquico, pero eficaz, terriblemente eficaz. Estaba convencida de que aquello era una locura, pero algo en lo más profundo de sus ser la movía a hacerlo. Tenía la sensación de que si no lo llevaba a cabo sería otro hecho que se acumularía al conjunto de decepciones que había en su vida. Tenía un marido y dos hijos a los que quería. ¿Y qué? No tenía nada más y, si algún día lo había tenido, se había perdido por el camino. Nacho, en cambio, conservaba esa demencia de su juventud, esa espontaneidad. Parecía no querer asentarse en ningún sitio, no querer apoyarse, como acaba haciendo todo el mundo en alguien. Era un idealista endemoniadamente realista. ¿Cómo se puede ser así? Nacho poseía la singular cualidad de poder hacer cosas que parecen imposibles -son ideales- pero que con enorme facilidad las hacía... y ni siquiera les prestaba atención porque a sus ojos era algo normal y corriente. Aceleró aún más el paso.
Casi veinte años. Beatriz se preguntaba qué podía haber hecho en tanto tiempo. Ella se había casado con un buen hombre. Le amaba, si bien es verdad que jamás había sentido por él lo que un día sintió con Nacho. Era posible que ese fuera el motivo por el que estaba entrando en Herriko Plaza y avistaba a lo lejos a Nacho, en el banco. El motivo por el que se marcharía a Nueva York y esperaba acabar en un hotel de la Quinta Avenida retorciéndose de placer entre las sábanas con Nacho... con su Iñaki.

martes, 10 de marzo de 2009

VIII.

Nacho seguía en Herriko Plaza. No la había abandonado ni un instante. Únicamente se había levantado del banco para realizar un par de llamadas telefónicas y luego se había sentado de nuevo. El plazo había vencido y Beatriz no daba señales de vida. “Vendrá”, se decía; de hecho, estaba convencido de que aparecería. Habían pasado muchos años, quizá demasiados, pero tenía la absoluta certeza de que acudiría a la cita. Una cita que se habían hecho casi veinte años atrás y que él, por lo menos, no había olvidado.
Ahora, seguramente, tendría que explicarle por qué actuó en el pasado como lo hizo. No tenía ganas, sencillamente no quería recordar aquello. Pensaba que el pasado hay que tenerlo siempre muy presente, pero alejado. Era un pequeño matiz que convenía considerar si de veras se quería llegar a algún sitio. Él lo tenía muy presente y en ocasiones excesivamente cerca. Siempre había sido así y cuando había tratado de cambiar se había demostrado una vez más que todo intento era inútil, una pérdida de tiempo. Sí es verdad que por un sólo instante el cambio parecía mejorar sustancialmente las condiciones en que se encontraba uno, pero sólo era un espejismo que calmaba los anhelos del explorador para luego desengañarle dolorosamente.
Beatriz sabía a la perfección cómo era él. A pesar de ello, le preguntaría los motivos y, lo que era peor, qué había estado haciendo durante todo el tiempo. Nadie había tenido noticias suyas, ni siquiera Luna o Ángel, sus dos mejores amigos. Y por muy trágico que le resultara, no le contaría más que una parte de la verdad, como siempre hacía. La verdad entera resultaba demasiado dolorosa y vergonzante. No era aquello lo que deseaba.

viernes, 6 de marzo de 2009

VII.

Nacho se encontraba en Herriko Plaza, esperando impaciente a Beatriz. Vestía un impecable traje azul marino que sustituía a sus antiguos y desgastados vaqueros. Se preguntaba si reconocería a Beatriz después de tantos años. Estaba tan seguro de que aparecería por la plaza que no cabía en su mente el cuestionarse si aquello había valido la pena o no. Sin embargo, ya era la hora y Beatriz no aparecía por ningún lado. “En casi veinte años no ha cambiado... llegará tarde hasta a su entierro”, pensó Nacho, esbozando una socarrona sonrisa. A lo lejos, la figura de una atractiva mujer le hizo perder la impaciencia, que se esfumó de golpe ante aquella visión. Era Beatriz. A pesar de los años y de los dos embarazos, mantenía una esbelta figura, que mostraba contorneando sus caderas con el ligero balanceo que practicaba siempre al caminar. Sus largas piernas parecían no acabar nunca, hasta desembocar en aquella estrecha cintura sobre la que se levantaba un torso provocador, inocentemente lascivo. Cuatrocientos recuerdos golpearon todos a la vez la mente de Nacho, mientras Beatriz había conseguido ponerse a su altura.
- Hola, Iñaki -saludó tímidamente la mujer.
- Hola -correspondió-, estás estupenda.
- Sí, claro. Tú tampoco estás mal... supongo -hizo una pausa, miró unos segundos al suelo y levantó después la cabeza-. ¿Qué quieres?
Nacho se levantó del banco en el que se había sentado cuando llegara a la plaza y besó en la mejilla a la mujer. Ésta permaneció impasible ; la expresión de su cara parecía más bien la de un maniquí, fría, distante, fija.
- Felicidades.
- Gracias. ¿Has venido de donde quiera que lo hayas hecho sólo para decirme felicidades?
- Y para llevarte a Nueva York -replicó Nacho, sin saber muy bien si mostrar una ligera sonrisa o mantener el duelo con la cara de maniquí.
- ¿Qué ? ¿Estás loco ? -gritó Beatriz, cambiando bruscamente su expresión, que ahora se desencajaba y anunciaba cualquier tipo de reacción que estuviera en contienda con la impasividad-. Debes estarlo. Después de lo que me hiciste, ¿y quieres que ahora lo olvide todo y me vaya contigo a Nueva York?
- Sí.
- ¿Sí? ¿Y qué le digo a mi marido? ¿Y a mis hijos?
- No les digas nada. Márchate y punto -respondió el hombre con tranquilidad.
- No, Iñaki, no. No todos somos como tú. Estoy casada y eso no lo puedes cambiar ni tú ni tus locuras, ¿entiendes?
- ¿Has ido ya a Nueva York?
Por lo inesperado de la pregunta, Beatriz sintió como si se le clavase un hierro al rojo vivo en el corazón. Casi podía sentir el olor a carne quemada. Tenía ante sí al hombre que más feliz le había hecho y, sin embargo, el que más le había hecho sufrir. Los porcentajes entre felicidad y sufrimiento, si es que es posible medirlo en porcentajes, debían de ser muy semejantes. No obstante, el grado de felicidad, aún midiendo lo mismo, gozaba de tal intensidad que parecía doblar varias veces al dolor. Siempre había sido así, cuando tenían veintitantos o treinta años, aunque en éstos últimos fuera por medio de los recuerdos.
- No, no he ido nunca a Nueva York -respondió, cambiando sorprendentemente el tono de voz, idéntico al de un niño cuando es reprendido por alguna travesura-. Pero, ¿no te das cuenta de que estoy casada ? Todo es distinto... ya no tenemos veinte años...
- ¿No eras tú quien decía que no tiene nada de malo ser infiel? ¿Que por hacerlo no vas a dejar de querer menos a tu pareja? Debieron ser palabras vacías, ¿no? De esas que tanto decías para hacerte pasar por lo que no eras.
La mano de Beatriz describió en el aire un arco amplio que acabó su trayectoria en pleno rostro de Nacho.
- Eres un gilipollas... siempre lo has sido y siempre lo serás -insultó con los ojos vidriosos-. Nunca olvides que yo te quise como seguramente nadie te ha querido jamás... porque tú no te dejas querer.
Beatriz se dio media vuelta y antes de que pudiera dar el primer paso, sintió como la mano del hombre asía su brazo con fuerza, tirando de él y haciéndola girar de nuevo sobre sus talones. Cuando lo hizo, encontró la cara de Nacho, con un guiño de los suyos.
- Te espero aquí dentro de un hora -anunció.
- No vendré -advirtió la mujer, tirando de su brazo para librarse de la presa.
La esbelta figura se perdía por donde había aparecido, con su contoneo mucho más pronunciado.
- ¡Una hora! -gritó Nacho.
Y Beatriz hubiera querido no oírlo, pero lo hizo. Hubiera querido no haber recibido aquella llamada ni estar en ese momento llorando. Hubiera querido, en el fondo, no desear con toda su alma perderse por las calles de Nueva York con aquel hombre. Tantos sueños se habían escapado a lo largo de su vida que sentía que, por una vez, debía darle la espalda a todo y hacer una locura. Con Nacho, además, la locura precisamente estaría siempre asegurada, para bien o para mal.

miércoles, 4 de marzo de 2009

VI.

Barakaldo era otro cúmulo de recuerdos, buenos y malos, que se agolpaban en la memoria del hombre. Desde su colegio, el Arteagabeitia, hasta el Paseo de los Fueros, donde tantas juergas se había corrido, le despertaban sensaciones de difícil descripción. Sólo las puede describir quien las sintió alguna vez, en caso contrario, cualquier intento de hacerlo será estúpido puesto que jamás alcanzará la profundidad debida.
Tras llegar a la ciudad y pagar una copiosa cantidad de dinero al taxista, el hombre se encaminó hacia la calle Larrea, donde se debía levantar la casa de los padres de Beatriz. De nuevo, se encontraba al pie de una cabina de teléfonos, marcando un número que nunca antes había marcado. Aquella operación comenzaba a convertirse en pura rutina y, desde luego, cuando todo aquello acabara no era precisamente un hábito que echaría en falta. Y siempre la misma pregunta :
- Buenos días, ¿está Beatriz, por favor?
- Sí, un momento.
- ¿Dígame? -se escuchó tras unos segundos. Era una voz dulce, suave e increíblemente conocida por el hombre.
- Felicidades, Beatriz -dijo la enigmática llamada.
- Vaya, muchas gracias. Pero, ¿quién eres?
- ¿Cómo ? ¿No me reconoces?
- A ver, habla un poco más -pidió la mujer.
- ¿Qué tal han caído esos cuarenta?
- Pues no, no caigo. ¿Quién eres?
- ¿Estás lista para ir a Nueva York?
Una terrible alud de silencio se precipitó sobre los dos interlocutores. Así continuó durante unos segundos que al hombre le parecieron minutos.
- No puede ser, no puede ser -decía Beatriz, sobrecogida, cambiando su tono dulce y agradable por uno crispado, furioso y, al mismo tiempo, temeroso- ¿Iñaki? ¿Eres Iñaki?
- El mismo que viste y calza -contestó el hombre con el mismo tono de voz que tuviera en un principio.
- No puede ser, Dios mío, no puede ser. Pero, ¿cómo?
- ¡Hey! Una promesa es un promesa -aseguró Iñaki-. Te espero en Herriko Plaza, junto al Ayuntamiento, dentro de una hora.
Iñaki colgó antes de que Beatriz tuviera la oportunidad de añadir nada más. Hablar por más tiempo por teléfono no habría servido más que para contrariarla aún más y hubiera podido estropearse todo, truncándose los planes.
Aquella hora de la que disponía Iñaki le serviría para buscar una tienda donde poder comprar un traje elegante y caro. Era parte de la promesa y no es que a lo largo de su vida hubiera cumplido todas sus promesas, pero con aquella era distinto. Había de cumplirla, porque cuando una promesa se convierte en un sueño se debe perseguir con todas las consecuencias, para bien o para mal.

lunes, 2 de marzo de 2009

V.

El agudo pitido del despertador sobresaltó a la pareja que estaba tendida en la cama, dando la bienvenida a un radiante 13 de marzo de 2013. Eran las ocho de la mañana. El hombre suspiró e intentando desperezarse comenzó a incorporarse. Una mano le cogió por el hombro y tiró de él hacia atrás.
- ¿A dónde vas tan pronto? -preguntó la rubia veinteañera.
- Joder... la tía ésta -murmuró el hombre, levantándose y cogiendo sus pantalones.
- ¿Perdona? ¿Qué has dicho?
- Que voy a por tu desayuno, cariño -contestó con un guiño de ojo-. No te vayas a marchar.
- ¿A dónde iba a ir sin ti?
- Se me ocurren un par de sitios -replicó el hombre, que ya se aproximaba a la puerta. La abrió y quiso despedirse-. Adiós... seas quien seas.
La muchacha se quedó semisentada en la cama, recordando la noche anterior y construyendo en su mente planes de futuro inmediato, siempre junto al nuevo hombre que había entrado en su vida. Pero ella ignoraba que quien había penetrado en su vida, lo había hecho sin invitación y se acababa de marchar por la puerta de atrás dando un sonoro portazo. Claro que lo ignoraba. Pasada una hora comenzaría a intuir que el desayuno no llegaría nunca y si lo hacía, definitivamente no podría comérselo porque no se hallaba en disposición de comer nada... bastante había tragado ya con lo que aquel tipo le había hecho dejándola plantada.
El hombre ya había engullido un copioso desayuno para reponer las energías consumidas la noche anterior. Los años no perdonaban, de eso no cabía la menor duda. Si la pareja hubiera sido alguien de su misma edad, las cosas habrían resultado muy distintas. Sin embargo, el acostarse con una veinteañera implicaba irremediablemente que la fogosidad de la mujer se impondría sobre cualquier otra cualidad del hombre. “Y además era rubia...” pensó el hombre.
Caminaba por la calle Navarra y desembocó en la Plaza de España. Al otro lado de la plaza divisó una cabina de teléfono. Se dirigió hacia ella y extrayendo un pedazo de papel de su bolsillo trasero del pantalón leyó un número. Marcó los números...4...1...5...
- ¿Sí, dígame? -se oyó una voz infantil.
- Buenos días, ¿está Beatriz, por favor?
- No, no está. Eres Antonio, ¿no?
- ¿Antonio? -preguntó vacilante el hombre-. Sí, sí. Oye, ¿y dónde está?
- Está en Barakaldo, en casa de los abuelos. Pero tiene que venir hoy por la tarde-explicó la vocecilla del otro lado de la línea telefónica.
- Vaya -se lamentó-, es que como es su cumpleaños quería enviarle un ramo de flores -hizo una pausa durante unos segundos, los suficientes-. ¿No sabrás la dirección de tus abuelos?
La confusión del muchacho había resultado mucho más provechosa de lo que nunca hubiera esperado. ¿Quién sería aquel Antonio? Debía de ser algún amigo de la familia; lo que era seguro es que se trataba de alguien muy querido y de confianza en la familia. Aquella voz infantil tenía que ser la del hijo de Beatriz. No debía de tener más de 12 años.
El hombre pensó que había de apresurarse si quería que todo saliese bien. Justo en ese mismo instante y rompiendo bruscamente el halo de pensamiento que le envolvía se cruzó un taxi.
- ¡Taxi! -gritó alzando la mano.
- A Barakaldo, por favor. Y el taxi arrancó, perdiéndose rápidamente por las calles de Bilbao.