jueves, 26 de febrero de 2009

IV.

Una hora transcurrió desde su entrada hasta el abandono del Consulado. Todo estaba listo. Aitor se había comprometido a realizar el trabajo que aquel hombre, al que hacía años que no veía, le había encargado. El sol anunciaba su inminente caída y la bienvenida de la luna y decidió buscar algún alojamiento. No creía tener demasiados problemas para encontrarlo; ahora disponía de dinero suficiente. No era como entonces, cuando el dinero a duras penas le alcanzaba para cubrir la comida y acababa en el camping de Arketa, en la playa de Laida, molestamente alejado del casco. De todos modos, optó por alojarse en el hostal Ibarra, un sitio acogedor, decorado de tal manera que se respiraba un ambiente antiguo, aumentando la sensación de comodidad, no en vano estaba en el mismo edificio que la Euskaltzaindia, la Biblioteca de la Academia de la Lengua Vasca.
Una vez resuelto el problema que suponía su estancia en la ciudad por la noche, resolvió que había llegado la hora de disfrutar y unirse a “los peregrinos nocturnos”, como él los llamaba. El dinero, curiosamente, no le incitó a derrochar haciendo ostentación en los ambientes selectos de la ciudad, sino que desfiló por los locales que ya conocía. Cuando iba sentado en el avión que le había traído hasta Sondika, estaba convencido de que acabaría en algún restaurante caro, tomando un buen bacalao al club ranero, con su fritada de cebolla, pimientos verdes, tomate y choriceros, acompañado de un Rioja Alavesa. Sin embargo, se encontraba en el Bikain, tomando una ensalada y una hamburguesa del tamaño de un balón de rugby. Aquella, definitivamente, era una buena vida. Sin obligaciones, con cosas sencillas alrededor, que son, al fin y al cabo, las que consiguen hacerle a uno feliz.
Cuando salió del Bikain, miró en torno suyo y, tras unos segundos de vacilación, decidió visitar La Granja, un pub muy próximo situado en la Plaza de España. Siempre le había gustado aquel local. Eran sus constantes transformaciones las que más llamaban la atención: por la mañana era un antiguo café bilbaíno, al mediodía se convertía en un restaurante y por la noche, era un pub que se veía desbordado por la ingente cantidad de “peregrinos nocturnos” que acudían sedientos de alcohol y fiesta.
Tras unas cuantas copas y algún que otro saludo a viejos conocidos, cruzó el Nervión y acudió a Indautxu. Allí había una calle, la del Licenciado Pozas, que le proporcionaría grandes dosis de juventud. A pesar de su madurez, se conservaba lo suficientemente bien como para seguir atrayendo a las veinteañeras, que ardían en deseos de encontrar a un hombre maduro, con experiencia, que les pagara la juerga y ellas, a cambio, le devolverían la invitación con horas de sexo desmedido.
Eran las cuatro de la madrugada y los golpes de la cabecera de la cama contra la pared impedían que el inquilino de la habitación de al lado pudiera conciliar el sueño. Seguramente era debido más a la insana envidia de no ocupar uno de los puestos que por los propios ruidos. El enigmático hombre que hacía tan solo unas horas que había llegado de Madrid, cesó en sus rítmicos movimientos, suspiró y relajó todos sus músculos. La veinteañera rubia intentó abrazarle y cubrirle cariñosamente de besos, pero él ya se había dormido y soñaba, precisamente, con el sueño de toda su vida. Con el sueño que por fin vería cumplido al día siguiente.

martes, 24 de febrero de 2009

III.

Entre nubes, o sobre ellas, no lo supo muy bien, sintió el contacto de las ruedas con la pista del aeropuerto de Sondika. No portaba ningún tipo de equipaje y los trámites en el aeropuerto, por tanto, fueron mucho más rápidos de lo que esperaba. Buscó la parada del autobús 23; creía recordar que ése era el autobús que le llevaría al Arenal. Cuando encontró la parada pudo comprobar que, efectivamente, el destino del autobús era el que él pensaba. No tardaría demasiado tiempo en llegar el medio de transporte que, no sólo le llevaría al Arenal, sino también a su pasado, ese pasado que casi había logrado olvidar.
Después de haberse apeado del autobús, se había marchado al Parque de Etxebarria. Le encantaba pasear por aquel parque, en el que tantas horas había estado años atrás, cuando no era más de lo que era ahora en realidad. Permaneció sentado en uno de los bancos durante algo más de dos horas. Pensaba. Debía localizar a Beatriz al día siguiente y en principio, no iba a resultar excesivamente complicado. En el pedazo de papel tenía sus señas y teléfono. Podía haber preparado lo que le diría, podía haberlo meditado para que cada palabra supusiera un certero golpe de efecto que sacudiera su corazón, pero no merecía la pena. Era mejor la improvisación; tenía la sensación de que pasara lo que pasara, ya estaba todo hecho, sólo había que esperar.
Aquella llamada se produciría al día siguiente, pero ese mismo día una larga lista de cosas quedaban aún por hacer. Tan sólo esperaba que las amistades cosechadas tiempo atrás siguieran todavía por las calles de Bilbao, de lo contrario se le complicaría la empresa que había comenzado. Suspiró y apoyando sus manos en las rodillas, se incorporó y caminó en dirección al Consulado de Estados Unidos, en la Avenida del Ejército. Se cruzó con uno de los quioscos de la ONCE, pero no compró ningún bonobús, prefirió caminar por las calles que tantos recuerdos le traían: las interminables sesiones de poteo con los amigos, las catástrofes que producía el kalimotxo en su castigado estómago y, sobre todo, la Aste Nagusia. Aquellos sí que habían sido buenos tiempos. Detestaba la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero en aquel caso tan especial, era distinto. Durante la Aste Nagusia todo era distinto. Eran diez días inolvidables para el que los viviera por vez primera. Desde el chupinazo en Begoña con que se daba comienzo a la fiesta, hasta su conclusión, todo era diversión.
No restaba mucho camino para llegar al Consulado y el hombre seguía inmerso en sus recuerdos. Lo más fantástico de la fiesta, pensaba, no era la diversión en sí, sino todo lo que giraba en torno a ella : la bajada desde Begoña al Arenal presidida por una representación. “¿Cómo se llamaba aquella especie de representación, tan grande, de la fiesta? ¿Marijaia? No lo sé, creo que sí”, se preguntaba, mientras aceleraba el paso. “Sí, era Marijaia. ¿Cuántas veces la habrán arrojado a la ría?”.
El año que él estuvo disfrutando de la fiesta se había quedado grabado como a fuego en su memoria. Conoció a mucha gente, de toda clase e índole y ahora cobraría los favores prestados en el pasado. A Aitor, el individuo que trabajaba en el Consulado, lo había conocido en el Arenal, entre el ambiente y alboroto de las txoznas. Unas cuantas gaupasas les habían servido para conocerse lo suficiente. No era preciso saber nombres completos o datos precisos del pasado para conocer a una persona. Viéndole actuar bastaba o, al menos, así había sido con el hombre que acababa de llegar a la Avenida del Ejército número 11, al Consulado de Estados Unidos.

miércoles, 18 de febrero de 2009

II.

Seis. Seis veces tuvo que marcar hasta alcanzar lo que buscaba. Mantuvo una conversación muy animada con la mujer que se hallaba al otro lado del auricular. Durante dos minutos, la expresión de la cara de aquel hombre cambió, suavizándose los rasgos, sugiriendo cierta expresión de satisfacción. Anotó un teléfono precedido de un prefijo, se despidió y colgó. Permaneció unos segundos con el auricular sujeto, apretándolo contra el aparato que lo sustentaba y mirando al vacío. De súbito, parpadeó y despertó del trance en que se encontraba. Miró a su alrededor y distinguió las guías de Bilbao. Tomó una de ellas y realizó la misma operación que la vez anterior. En esta ocasión, contaba con los apellidos y el teléfono; había de averiguar la dirección. El número de “Uriarte” era mucho mayor que en Madrid. Deslizó su dedo índice a lo largo de las interminables listas de números, cada vez más rápidamente, notando cómo la presión y velocidad con que lo hacía le quemaba la yema. Y la sensación de abrasarse alcanzó su cénit cuando el número que figuraba en el listín coincidía con el apuntado en el pedazo de papel que apretaba en su puño. Extrajo del bolsillo trasero de su pantalón una pluma azul Mont Blanc y escribió la dirección que acababa de encontrar. Guardó el pedazo de papel en su cartera y salió a la calle, fundiéndose en la incesante corriente de peatones, contagiándose de su ritmo vertiginoso y buscando desesperadamente un taxi libre con la mirada.
- Al aeropuerto de Barajas, por favor.
Y el taxi se perdió entre la otra corriente que siempre subyace en las ciudades: la de los vehículos, que al final, nunca le llevan a uno donde realmente desearía.

martes, 17 de febrero de 2009

TERCERA PARTE: SINIESTRO TOTAL

La lluvia se había dejado caer sobre la ciudad, proporcionándole un aspecto lúgubre, misterioso. El sol comenzaba a ocultarse tras los enormes bloques de edificios y la luz se desvanecía poco a poco. En cuestión de segundos anochecería. En la ciudad no hay atardeceres; el sol inflama el horizonte con tanta celeridad que a duras penas sí se puede apreciar cómo sus últimos destellos escarlatas parecen incendiar las azoteas.
La Gran Vía era un auténtico hormiguero. Por sus aceras, abarrotadas de peatones podía respirarse ese angustioso aroma de estréss, de tedio mundano que empapa al ciudadano más simple. Chocaban unos contra otros sin ni siquiera reparar en ello, aceptando impasibles los empujones, apretones y miradas veladas de desprecio que se dirigían unos a otros. Entre aquel tumulto de gente, caminaba un hombre que, harto de la situación había resuelto andar por el borde de la carretera. Vestía de un modo sobrio, sin demasiada ostentación, haciendo gala de su comodidad para lo que sacrificaba cualquier vestigio de elegancia. Su movimiento de caderas al andar le dotaba de un balanceo que compartía a un mismo tiempo la impresión de indiferencia y presunción. Cuando estuvo a la altura del locutorio de la Telefónica se detuvo. Miró de abajo a arriba el edificio y se dirigió hacia la puerta. La corriente de peatones era más poderosa de lo que parecía y cuando logró alcanzar el pie del edificio se encontraba a unos diez metros de la puerta. “Si caminara por la acera...”, pensó.
Una vez que estuvo dentro, buscó con la mirada un teléfono que no estuviera ocupado. Al fondo creyó ver uno y avanzó rápidamente hacia él. Descolgó el auricular y marcó los siete dígitos a los que llevaba dando vueltas en su cabeza toda la tarde.
- ¿Diga? -se oyó al otro lado de la línea.
- Buenas tardes, ¿está Beatriz, por favor?
- ¿Cómo dice?
- Beatriz, Beatriz Uriarte -repitió el hombre.
- No, se ha equivocado.
Ni siquiera se disculpó. Suspiró y colgó. En el fondo lo suponía. Aquello no iba a ser sencillo ; si fuera así no sería bueno. Todo lo bueno en este mundo ha de implicar dificultad, de lo contrario es mediocre. Y lo bueno debe ser también malo. Parece que es en la ambigüedad entre lo bueno y lo malo en donde uno puede encontrar la felicidad. Ese es el motivo porque la felicidad es un arma de doble filo, aunque sea el de la maldad, sin duda alguna, el más cortante, el que produce efectos más desastrosos y difíciles de cicatrizar.
“Plan B”, se dijo el hombre, dejando asomar una suave sonrisa, que acabó perdiéndose en la comisura de sus labios. Tomó por el lomo una de las guías de Madrid y pasando las páginas por las esquinas, lo justo para poder discernir las letras impresas, encontró la “U”. Uriarte no era un apellido demasiado común en Madrid. Cincuenta. Cincuenta personas con ese apellido en la capital. El hombre esperaba que no hubiera un número tan abultado. “¿Cómo era el segundo apellido?”, se repetía, cerrando los ojos, intentando concentrarse para recordarlo. Creía que se trataba de “González”, pero era una pura especulación, porque la certeza de que fuera aquel apellido era mínima. “Uriarte González” únicamente figuraban ocho en aquel maremágnum de nombres y números. En aquellos ocho nombres estaba su destino, pero había que buscarlo y, sobre todo, retenerlo.

domingo, 15 de febrero de 2009

VII.

Las páginas del calendario fueron cayendo de igual modo que lo hacía en el olvido la búsqueda de Nacho. La policía calificó la situación de “desaparición” tras el plazo establecido para tal denominación. Los medios de comunicación se ocuparon del muchacho del barrio de San Blas que se había esfumado. En la televisión aparecieron vecinos, profesores y familiares que aseguraban que era un muchacho encantador, educado, que le conocían muy bien y sentenciaban que el secuestro era lo que había provocado todo. El secuestro. Se engañaban y lo sabían, pero a pesar de ello continuaban diciéndolo. Pero pronto tuvieron que cambiar sus declaraciones, cuando se descubrió una nota de Nacho.
Una mañana, Clara abrió la puerta del armario de la cocina donde guardaba sus pastillas. Se disponía a tomar una buena dosis de tranquilizantes. Algo le decía en su interior que si bien no le solucionarían los problemas, si ayudarían a mitigarlos, a hacerlos tan simples que resultaría sencillo ignorarlos. Entonces vio el vaso donde estaban las llaves de la casa que tenían en la Sierra. No estaban. Notó cómo se le aceleraba el corazón; le latía con tanta fuerza que creía que le iba a quebrar la caja torácica. Sentía las palpitaciones en las venas de su frente y corrió frenéticamente hacía el teléfono para marcar el número del trabajo de Pedro. “Está en la Sierra. Nacho se ha ido allí”, se repetía convencida de que esa era la realidad. La policía no tardó en llegar al chalé de la familia. La puerta no estaba cerrada con llave, lo que ayudó a reforzar aún más la teoría de Clara. Pero la puerta dio paso a la desolación, la decepción, la cólera. El silencio de la casa era absoluto. Ni siquiera fue necesario registrarla de arriba abajo; sobre la mesa de la cocina encontraron las llaves que debían haber estado en el vaso, rodeado de tranquilizantes. Debajo de las llaves un papel con la letra de Nacho se encargaría de destrozar cualquier vestigio de esperanza en los corazones de sus padres.

¿De veras pensabais que iba a estar aquí ? Eso sería demasiado estúpido, ¿no ? No os preocupéis por mí, estaré perfectamente. No creo que os pida nada del otro mundo, es lo que habéis hecho toda la vida : no preocuparos.
Adiós,
Nacho.

La búsqueda cesó. Poco a poco se fue olvidando al muchacho. Pedro y Clara regresaron paulatinamente a su vida rutinaria. Con el paso de los años todo el mundo pareció ignorar la ausencia de Nacho. Ya no merecía la pena luchar por alguien que había demostrado su desprecio por todo y por todos.
Ángel, Luna y Beatriz tardarían muchos más años en olvidar a Nacho. Necesitarían más tiempo para convencerse de que ese día que amanecía tampoco verían a su amigo. Le echarían de menos, porque cuando se tiene un amigo como Nacho es preciso mucho, mucho tiempo para lograr cerrar la herida abierta por su ausencia... quizá demasiado. El calendario sería quien marcara el límite a sus corazones, a su memoria. Sería el calendario el verdugo de su nostalgia, el paladín del olvido. Realmente jamás habría alguien que fuera capaz de reemplazar a Nacho, pero un buen conjunto de personas sí ayudarían a reducir a un liviano recuerdo al muchacho. Sería un nombre más en la agenda de teléfonos, un cumpleaños más en la lista de aniversarios... uno más. Incluso Iñaki moriría con el tiempo... Sólo existiría Nacho y lo haría tan frágilmente, que a penas si se percibía en la memoria, en el corazón.

viernes, 13 de febrero de 2009

VI.

El sonido agudo del portero automático precedió a la voz de Beatriz. Cuando oyó a Ángel y Luna dudó por unos instantes y, finalmente, un susurro anunció su bajada a la calle. Resolvieron pasear por el parque que había cerca de su casa mientras charlaban acerca de Nacho. La sorpresa de Beatriz fue mayúscula cuando conoció la noticia de la desaparición de su novio. Recibió el hecho con unas lágrimas que se perdían en el escote de su blusa. Decidió contar lo sucedido la noche anterior en La Pérgola.
- Se marchó y me dio un buen plantón. Hoy estaba tan cabreada que por eso no he querido ir a clase -explicó-. Pero no me imaginé que se iba a fugar. ¿Y nadie sabe nada?
- Si no sabes nada tú, que eres con quien más estuvo en los últimos meses, nadie sabe nada -respondió Ángel.
- No, yo no sé nada. El caso es que sí, se le veía un poco harto de todo, pero no me dijo nada. Habíamos discutido, pero no creo que se haya ido por eso... discutíamos a menudo.
- A lo mejor ésa es la causa -arremetió Luna, agresiva.
- Tú que sabrás. No te metas donde no te llaman, idiota.
Antes de que Luna tuviera tiempo de replicar, Ángel se adelantó y trató de calmar los ánimos. La conversación, empero, siguió por el mismo camino. Cada frase de ambas, daba pie para que la contraria supusiera toda una provocación. La rivalidad de las dos muchachas sorprendió a Ángel, que no veía el modo de parar aquel enfrentamiento que se perdía en lo inútil, puesto que la susceptibilidad no les ayudaría mucho a localizar a Nacho. Tras analizar por espacio de una hora los posibles motivos por los que su amigo se había fugado, no supieron desentrañar la causa real. Todo se convertía en absurdas divagaciones, sin demasiada base, que acababan desmoronándose por su propia inconsistencia.
Nacho había sufrido una increíble transformación a los ojos de sus amigos y su novia.
Era un completo desconocido que, de un modo irracional, se había convertido en imprescindible. Ignoraban casi todo acerca de él y no habían reparado en ello hasta el momento en que más falta les hacía. Su único consuelo era que ni siquiera sus padres le conocían. Posiblemente, eran ellos tres los que poseían un mayor conocimiento de Nacho y de lo que era en realidad. Esta situación les hacía sentirse impotentes, inútiles.
- Tiene gracia -murmuró Beatriz-. Aquella noche, en el pub del piano, me lo dijo. ¡Cómo fue exactamente? Creo que lo llamó “un adiós inesperado y definitivo”. Y no le creí. Le contesté que eso era muy fácil decirlo pero no hacerlo -hizo una pausa para tomar aire y sonarse la nariz, congestionada por el llanto-. Y él lo sabía, Dios mío, sabía perfectamente que esa misma noche se iba a marchar. Cuando me dijo que me quería lo hizo de un modo que..., que parecía el último. En ese momento no quise darle importancia y creí que era yo, que estaba demasiado romanticona después de aquella canción. Pero era eso, era el último “te quiero”, el último beso...
Beatriz rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos. Ángel la abrazó y dejó que apoyara la cabeza sobre su hombro. Quería consolarla de alguna manera, a ella y a Luna, pero no sabía cómo. Ni siquiera sabía cómo consolarse a sí mismo. Resultaba que Nacho lo tenía todo planeado y no había desvelado su fuga a nadie. Aquello no era un fogonazo y, precisamente por eso era mucho más preocupante y desolador. El frágil rayo de esperanza que aún alumbraba su angustia, había desaparecido, se había extinguido. Nada quedaba de él y se hallaban inmersos en la oscuridad de la melancolía, de la depresión en la que no se ve salida posible. Esa oscuridad de la que uno se empapa, convenciéndose que es inútil tratar de evadirse. A veces, ni siquiera se tienen ganas de escapar. Esa oscuridad que ciega a cualquiera que se hunda en ella, que supone una odiosa soledad, difícil de sobrellevar, a pesar de encontrarse rodeado de gente. Esa profunda oscuridad que únicamente puede estallar en una amalgama de color y luz si la persona que la produjo se lo propone, si la persona que decidió compartirla creyendo que así la combatía regresa al punto de partida. Pero esa persona ya estaba muy lejos. Antes de irse, incluso, se encontraba alejado. La distancia que había por medio era insalvable. Todos lo sabían. Todos.

miércoles, 11 de febrero de 2009

V.

Subía de tres en tres los peldaños de las escaleras, sorteando a los alumnos que se dirigían a la cafetería. La clase de Beatriz se encontraba en la sexta planta, junto a los laboratorios. A medida que ascendía de nivel, Ángel notaba cómo la fatiga se apoderaba de él y el número de escalones se veía reducido, subiéndolos ahora de uno en uno y con un ritmo mucho más pausado. Cuando atravesó la cuarta planta se cruzó con Luna, que al verle salió a su paso.
- ¿A dónde vas?
- A buscar a Beatriz -contestó Ángel.
- Oye, ¿qué te ha contado el padre de Nacho?
- Es un gilipollas -replicó con desprecio.
- ¿Por?
- ¿Te puedes creer que piensan que está metido en drogas ? ¡Vamos, hombre!
El silencio se hizo con el dominio de la situación hasta que llegaron a la sexta planta. Se dirigieron hacia la clase de Beatriz. Buscaron su rostro entre aquel conjunto de caras desconocidas y no lo hallaron por ninguna parte. Preguntaron a un par de muchachas que se sentaban cerca del sitio en que acostumbraba a hacerlo Beatriz.
- No, hoy no ha venido en todo el día.
Ángel y Luna cruzaron sus miradas y compartieron el mismo pensamiento : “¿Se habrían fugado juntos?”. Decepcionados, bajaron de nuevo las escaleras y resolvieron saltarse el resto de las clases del día para poder charlar con tranquilidad en la cafetería.
Sentados en el suelo porque todas las mesas se encontraban ocupadas, mantuvieron una conversación que trataba por todos los medios de resolver, en vano, el enigma de la desaparición.
- Yo le conozco desde hace muchos años -aseguró Ángel-, pero tú has hablado mucho con él. ¿Nunca te contó nada?
- No -respondió Luna, vacilando- Bueno, alguna vez me había comentado que estaba un poco quemado de todo, en su casa, cuando discutía con Beatriz... Pero todos hemos estado quemados y no nos hemos fugado.
- Ya, pero Nacho no es todos y tú lo sabes.
El silencio volvió a hacerse con el dominio de la situación. Ambos pensaban igual, compartiendo idéntica reflexión y mismo temor a admitirlo. Fue Ángel quien se lanzó al vacío y dijo la terrible verdad que angustiaba con su peso a los dos.
- Le conocíamos pero no sabíamos nada de él.
- ¿Por qué hablas en pasado? -preguntó la muchacha, levantando la cabeza para inquirir aún más con la mirada.
- Vamos Luna, no me digas que no tienes la sensación de que jamás volverás a verle.
Se calló. Volvió a bajar la cabeza y notó como una lágrima se escapaba de su ojo, resbalando por la mejilla. Aquella lágrima casi le quemaba la piel. En ese momento hubiera deseado levantar la cabeza y encontrarse con Nacho en lugar de Ángel, pero en el fondo todo lo que había dicho éste era la triste realidad. Jamás volverían a ver a su amigo. Cuando Nacho hacía algo, cabían siempre dos posibilidades : que fuera fruto de una larga reflexión, en cuyo caso no se volvería atrás por considerarlo suficientemente razonado, o que fuera producto de uno de sus fogonazos, y tampoco se arrepentiría porque de no ser por esos fogonazos, para bien o para mal, Nacho estaría muerto en vida. Eran aquellos impulsos los que le elevaban a lo que era o le reducían, porque no se sabía muy bien si aquello era un virtud loable o un defecto despreciable.
- ¿Y por qué nos hemos tenido que dar cuenta ahora, precisamente ahora que ya no podemos hacer nada? -quiso saber amargamente Luna.
- No tengo ni idea. No sé tú, pero yo no necesité nunca que me contara más de lo que me contaba.
- Eso es verdad -corroboró-. Sabía hacerlo muy bien. Te ponías a hablar con él y cuando te ibas estabas contenta porque te habías reído un montón y te olvidabas un rato de los problemas. De todos modos, muchas veces se le notaba que le pasaba algo, aunque tratara de disimularlo con sus gansadas. Anda que no he intentado veces que me lo contara y siempre le decía “¿Qué te pasa?” y me respondía “Nada”. Y yo lo puedo preguntar dos veces, tres veces, pero si siempre tienes la misma respuesta, pues mira, sinceramente, paso de seguir hablando del tema.
- Hay que hablar con Beatriz -sugirió Ángel, dando un giro a la conversación-. Ella seguro que sabe algo -miró a Luna y le guiñó un ojo-. ¿Vamos?
Los dos amigos salieron de la Facultad, vencidos por la amargura de creer que no verían más a Nacho. Ni siquiera la esperanza sería capaz de arremeter contra aquella angustiosa sensación que les devoraba las entrañas.

IV.

- ¿Cuándo fue la última vez que le viste? -preguntó Pedro.
- Hace un par de días, más o menos -Ángel trataba de hacer memoria pero no lograba acordarse exactamente.
- ¿Te dijo algo o viste que hiciera algo raro?
- No, que va. Estaba como siempre. Venía a clase, bajábamos a la cafetería... lo de siempre.
- ¿Y no le pasaba nada?
- No.
- ¿Nada? ¿Estaba metido en drogas?
Ángel se enfadó. Cerró fuertemente el puño y se contuvo milagrosamente para no reaccionar con demasiada brusquedad.
- No tiene ni puta idea de quién era su hijo, ¿verdad?
- Escucha, niñato -dijo Pedro, clavando su dedo anular en el pecho del joven-, conozco mejor que nadie a mi hijo y sé perfectamente que no se ha ido por su propia voluntad. O se lo han llevado o le han convencido para que se fuera.
- Lo que yo decía, ni puta idea... Tenga -dijo escribiendo unas cifras en un pedazo de papel-, éste es mi número. Llámeme en cuanto sepa algo o si les hago falta.
Ángel no regresó a clase. Se dirigió inmediatamente a la cafetería. Pidió una cerveza y se sentó en la mesa que solía ocupar con Nacho. Repasó mentalmente los días pasados y no encontraba ningún motivo por el que su amigo se hubiera fugado. Y había hecho eso : se había fugado. La posibilidad de un rapto se desvanecía desde el mismo instante en que faltaba ropa en el armario de Nacho y una bolsa de viaje había sido extraída del maletero donde se guardaba. Ángel conocía los problemas de su amigo en casa ; nunca los había conocido a fondo, pero sabía de su existencia. A pesar de ello, consideraba que no era razón suficiente para haberse marchado.
Cuatro botellas vacías de cerveza escoltaban a una llena que Ángel sostenía con su mano. Seguía reflexionando acerca de la conversación mantenida con el padre de Nacho. No podía dar crédito a lo que había oído. Era inconcebible que contemplaran la posibilidad de las drogas, ¿o no? Estaba muy confuso. Se lamentaba amargamente de la desaparición de su amigo y veía arruinados todos sus sueños, surgidos siempre del whisky de alguna borrachera, de encontrar en un futuro un trabajo, ganar un sueldo decente y viajar a Alemania, a la Fiesta de la Cerveza. Y eso era lo menos grave que podía suceder. Lo peor, pensaba, era que perdería a un amigo que siempre lo había dado todo por él, sin pedir jamás explicaciones. Un amigo que a veces se ausentaba por cualquier motivo y que rechazaba alguna juerga de vez en cuando, pero que si se le necesitaba, ni siquiera daba tiempo a pensar en pedir su ayuda, ya estaba allí. Un amigo que nunca falla, un verdadero amigo.
Ángel recordó entonces a Beatriz. Quizá ella supiera algo más de Nacho. Últimamente se había visto mucho y ella sería seguramente quien pudiera aportar más información sobre el paradero de Nacho. Acabó la quinta cerveza y se levantó, dispuesto a buscar a Beatriz. Tan solo esperaba que no fuera precisamente ella la causante de la fuga, aunque algo le decía en su interior que resultaba lo más probable.

domingo, 1 de febrero de 2009

III.

Los alumnos más rezagados corrían por los resbaladizos pasillos que surcaban la Facultad de un extremo a otro. Pedro ignoraba cuál era la clase de su hijo; tenía la impresión de que aquel edificio de hormigón y cristal se cernía amenazante sobre todo extraño a él, invitándole a abandonar la estancia. Se sentía incómodo entre aquellos muros que encerraban a unos veinteañeros soñadores... como su hijo. Deseaba chocarse con algún alumno despistado y que, cuando se agachara para recoger los apuntes desparramados por el suelo, viera el rostro de Nacho. Todo habría resultado ser una confusión... por la que Nacho debería pagar, por supuesto. “Pero no había ropa”, se repetía una y otra vez.
El padre llegó a la secretaría convencido de que allí podrían facilitarle la clase de su hijo. Después de explicar minuciosamente y por dos veces todo lo sucedido, la secretaria de gafas ovaladas y carmín escarlata accedió a dar el dato: el aula 409. Dos minutos más tarde, la puerta de la clase 409 era golpeada por tres veces y se abría, dejando ver a Pedro, que sintió una vergüenza amedrentadora ante las miradas de desaprobación que le seguían los pasos. Cuando llegó a la tarima, subió y puso en conocimiento del profesor todo lo sucedido.
- Vamos a ver, silencio, por favor -puso orden el maestro en su aula-. Este caballero es el padre de Ignacio del Valle Carrión. Parece ser que ha desaparecido y sus padres quisieran hablar con alguno de sus amigos.
Luna sintió un nudo en el estómago. Bajó la mirada al papel y tuvo que contener las lágrimas. Ángel se levantó inmediatamente.
- Yo le conocía...-aseguró Ángel, que tras vacilar unos instantes añadió- ...bueno, le conozco.
Luna levantó la cabeza y pensó acompañar al muchacho, pero antes de que pudiera decidirse si lo hacía o no, Pedro abandonaba la clase con el joven. “A lo mejor es mejor esperar a ver qué le dicen a Ángel”, pensaba. No quería involucrarse con la familia de sus amigo, prefería quedarse al margen y a la expectativa del desarrollo de los acontecimientos. Según fueran transcurriendo éstos, tomaría las decisiones oportunas. Sin embargo, en lo más profundo de su ser era consciente de que aquello no iba a ser posible. Quería demasiado a Nacho como para dejar que los hechos sucedieran sin más, sin que ella tomara parte en ellos. “Yo le conocía”, había dicho Ángel. Luna se reía de todos los que como Ángel, creía conocer a Nacho. Nadie le conocía. Ella creía que lo había hecho y de pronto un buen día comenzó a hablarle de La Malagueta, del Quitapenas y del cine Alameda. Nacho era un reducto, un pequeño tesoro que todos creían poseer y que nadie, jamás, había conseguido ver con claridad, deslumbrados quizá por aquella fachada tan perfectamente estudiada y que satisfacía a los demás.
El resto de la mañana, Luna estaría ausente, perdida en sus pensamientos, en sus recuerdos y, sobre todo, deseando que Nacho volviera... y que lo hiciera pronto.