domingo, 3 de mayo de 2009

XVIII.

El 14 de marzo de 2013 amaneció con un sol centelleante, despuntando en lo alto, acariciando con sus rayos los rascacielos. Nacho se despertó muy temprano. Se levantó despacio de la cama donde dormía plácidamente Beatriz para no interrumpir su sueño. Se vistió con el impecable traje que hubiera comprado en Barakaldo y abandonó el Plaza Hotel.
Tomó uno de los taxis amarillos, aparcados en la puerta al acecho de clientes y se dirigió en dirección al Soho. El taxi no tardó en perderse entre las interminables filas de vehículos que se amontonaban en la Franklin Roosevelt Drive. Cuando por fin llegó al destino deseado, resolvió pasear en dirección al Puente de Brooklyn. Boutiques, tiendas, galerías y museos inundaban las calles de “los Cien Acres del Infierno”, como era llamada tiempo atrás la zona. Toneladas de hierro fundido se alzaban, conformando altos bloques que se extendían desde las calles Canal y Howard hasta las calles West Houston y East Houston. Hierro fundido como del que, en ocasiones, había pensado estaba hecho su corazón... si realmente tenía corazón. Debía de poseerlo, de lo contrario no se sentiría como lo hacía en ese momento.
Beatriz, en la cama del hotel, soñaba. Soñaba que paseaba por la playa, cogida de la mano de Nacho, y ambos se reían y se susurraban cosas al oído para inmediatamente después reírse. Sus pies descalzos eran mojados por la espuma de las olas que lamían la orilla intermitentemente. Y de pronto, él le decía algo. Ella mostraba un gesto de enfado fingido y le perseguía por toda la playa sin poder darle alcance.
Nacho se encontraba henchido de felicidad. El pasado día había supuesto la culminación de su vida. Había realizado toda un pirueta de rebeldía y no sólo se sentía orgulloso, sino completamente realizado. Podía asegurar que era absolutamente feliz. No cabía en su mente que pudiera ser más feliz. Eso era imposible.
Beatriz por fin había atrapado a Nacho y le reprendía cariñosamente para acabar besándole. Se abrazaban y caían sobre sus rodillas, dejándose rodar por la arena húmeda de la playa. Tumbados sobre ella, se besaban acaloradamente, con un ardor que ni siquiera la ola que empapó sus vestiduras pudo calmar. Se reían.
Nacho se hallaba en la acera de madera del Puente de Brooklyn. Caminaba despacio, inmerso en sus pensamientos. El puente. Aquella red de cables entrecruzados asistía sus pensamientos y, en cierto sentido, los atrapaba como si fuera una telaraña.
Era demasiado feliz como para poder superarlo. Ya no le valía de nada la rebeldía. Todo aquello era inútil. No tenía ningún motivo, ninguna meta por la que luchar. Nada le proporcionaría mayor felicidad que la obtenida ese 13 de marzo de 2013. Nada. Lo peor de todo era que sabía perfectamente que tampoco podía escudarse en mantener la felicidad obtenida. Esa felicidad era tan efímera que resultaba intocable ; se esfumaría por si sola sin que nada ni nadie pudiera hacer nada para remediarlo. Con la pequeña odisea de localizar después de veinte años a la única mujer a la que había amado en su vida, arrancarla de su familia, traerla a Nueva York y enamorarla de nuevo ya había hecho suficiente. Era libre, totalmente libre, habiendo dejado atrás a todo y a todos.
Comenzó a subir por los cables retorcidos del puente.
¿Qué más podría hacer para superar esa hazaña? Nada. Era la única respuesta posible. Y cualquier intento de hacerlo, por estar destinado al fracaso desde su inicio, no haría sino empeorar la situación. Ahora era completamente feliz y libre y eso no se lo iba a arrebatar nadie como había pasado en tantas ocasiones.
Beatriz estaba tumbada encima de Nacho y hacían el amor, empapados por las olas del mar que se crecían con la marea. Un cielo inflamado por el atardecer les iluminaba.
En la suite del Plaza Hotel, Beatriz se despertó sobresaltada con una horrible sensación de vacío al ver el colchón desocupado, abrazando en vano la ausencia de Iñaki. En ese preciso instante, a unos kilómetros de distancia, Nacho se lanzaba al vacío desde el Puente de Brooklyn. Unas aguas con cien mil destellos producidos por el sol aguardaban su caída. En su rostro se veía una amplia sonrisa que desembocó en un sonora carcajada. Era feliz. Era feliz y libre.
Antes de estrellarse violentamente contra la superficie vio en el puente a los coches. Allí estaban, de un lado para otro, devorando kilómetros de asfalto a toda velocidad. Enterrando la ciudad bajo sus ruedas con una indiferencia que sólo alteraban lo imprescindible... lo imprescindible para no colisionar con el resto de los coches. Madrid, Nueva York...En todos sitios era igual. Siempre igual.




Madrid, junio de 1997

miércoles, 29 de abril de 2009

XVII.

Eran más de las dos cuando la pareja estuvo de vuelta en el hotel. Después de la cena, se habían perdido en el torbellino de la actividad nocturna neoyorquina. Se habían tomado unas copas en el Limelight, un local en el que solo la entrada les había costado quince dólares. Pero aquella no era una noche para pensar en el dinero. Definitivamente, no era una noche para pensar. Uno debía dejarse llevar por los dictados del corazón, prescindiendo de cualquier atisbo de lógica que la cabeza pretendiese imponer. Había que disfrutar de la noche hasta el último instante, hasta que la locura se agotara, dejando a la mañana siguiente una deliciosa resaca que sería prolongación de la noche extinguida.

Beatriz abrió la puerta de la suite mientras Nacho la tenía cogida en brazos. Traspasaron el umbral y con un hábil taconazo el hombre cerró la puerta tras de sí. Ella lanzó las llaves a la alfombra. Nacho caminó a trompicones en dirección a la cama y depositó a su pareja suavemente en la cama. Se tumbó a su lado y rozó sus labios con los de ella. Beatriz correspondió y con su lengua humedeció su boca. A un beso profundo le fue sucediendo otro aún más apasionado, y otro, y otro más. Las manos de Nacho se perdían en la melena morena de Beatriz, con movimientos cada vez más rápidos. Sus dedos fueron bajando poco a poco por la nuca hasta llegar a tocar la cremallera del traje de noche. La deslizó delicadamente hacia abajo, mientras no dejaba de besarla, explorando con su lengua dentro de ella. Sus besos descendieron por el cuello, los hombros, los pechos, y con ellos, el vestido. Entretanto, ella desabrochaba hábilmente los botones de su camisa, deshaciéndose de ella para reunirla junto a las llaves en la alfombra. Su respiración era cada vez más entrecortada, ahogada por continuos jadeos que fueron en aumento desde el momento que percibió sobre su pelvis la sublime erección de Nacho. Él seguía besando sus pechos, lamiendo una y otra vez sus pezones endurecidos. Los pantalones de Nacho no tardaron en unirse a la camisa. Los dos cuerpos desnudos se frotaban uno contra el otro en una larga serie de movimientos más y más frenéticos. Los jadeos se incrementaron y tuvieron mayor intensidad. Beatriz daba pequeños mordiscos a Nacho en el cuello y subía y bajaba su cuerpo sintiendo la durísima erección. Nacho notaba la presión de sus pechos voluminosos y sus manos le pellizcaron las nalgas, empujándola contra sí. Rodaron sobre sus cuerpos, siempre unidos, situándose el hombre encima de la mujer, que tenía los brazos en cruz. Sus manos aferraron fuertemente las de Nacho. Entonces, la penetró. Un gemido rasgó el silencio de la habitación y le sucedieron innumerables jadeos, respiraciones entrecortadas y suspiros de placer y gozo. Los movimientos de ambos cuerpos, perfectamente coordinados, se volvieron más violentos, más bruscos, a medida que el placer les envolvía. Adelante, atrás, adelante, atrás... Un ritmo acelerado que producía perlas de sudor por la espalda de Nacho. Adelante, atrás... Una cadencia desenfrenada que halló su cima cuando los dos enamorados alcanzaron el orgasmo a un mismo tiempo, emitiendo un nuevo gemido de deliciosa satisfacción. Los vaivenes perdieron velocidad y se hicieron más pausados. Los dos amantes quedaron tendidos en la cama, envueltos entre las sábanas, disfrutando del momento en silencio.

- Te quiero -dijo Beatriz.

- Yo también -correspondió él-. ¿Podríamos decir que ha sido el mejor cumpleaños de tu vida?

- Podríamos decir que ha sido el mejor día de mi vida.

Y acabaron, con el beso más sincero de cuantos jamás se habían dado, aquella velada que no terminaba nunca, permaneciendo tumbados en la cama, abrazándose como si fuera la primera o la última vez que lo hicieran.

lunes, 27 de abril de 2009

XVI.

“¿Por qué no se oye la música? ¿Es que ha dejado de tocar ese maldito piano?”, se preguntaba Beatriz, sin hallar respuesta alguna. Deslizaba el tenedor en el plato, pasando de un lado a otro el último trozo de pescado que quedaba. Levantó la cabeza, miró a Nacho y se lanzó al vacío sin paracaídas.
- No. A veces dudo de que le haya amado alguna vez. Sé que siento algo por él, pero no sé qué es.
- Y entonces, ¿por qué te casaste con él?
- Por comodidad, supongo -agregó-. Cuando lo hice creía que le amaba y pensé que sería una buena oportunidad para alcanzar por fin la estabilidad, formar una familia y todo eso. Y la verdad es que me ha hecho muy feliz; es un buen marido y un buen padre.
- Pero no le quieres -interrumpió.
- Iñaki, no creo que ninguna mujer que te haya amado vuelva a sentir con otro hombre lo que le has hecho sentir tú -contestó-. Ni sé cómo lo haces ni me importa, porque probablemente si lo supiera perdería su encanto, pero es así y punto. Yo te amé con toda mi alma, créeme. No te rías -dijo al ver cómo él esbozaba una socarrona sonrisa-. ¿Es por lo de Kike? Sí, es por eso. Aquello no fue más que un desliz, una noche loca que habíamos celebrado algo por todo lo alto y el ron había corrido a raudales. Lo uno llevó a lo otro y ya ves.
- ¿Y no pensaste en mí?
- No, en ese momento no.
- Pero nunca has amado a nadie como a mí, ¿no es eso? -inquirió.
- No seas injusto, Iñaki.
Smoke gets in your eyes zanjó a tiempo la discusión. El pianista había acertado de pleno con la elección del tema, al que sucumbieron sumisamente los dos enamorados. Recordaron la noche de la fiesta en la Facultad de Derecho, el primer y arriesgado beso que se habían dado. Aquella noche había sido el comienzo de todo. Seguramente suponía el origen del viaje a Nueva York. Tan solo quedaba saber si el viaje a Nueva York significaría el comienzo o el fin de algún otro suceso trascendental. Otra vez sería el tiempo el encargado de decidirlo, con su inevitable y a veces odioso paso.
Nacho se levantó de su silla. Necesitaba ir al servicio y prometió volver en seguida.
- No te vayas a ir, pedazo de rencorosa -bromeó.
Beatriz se había quedado con la mente en blanco, la mirada perdida. No era capaz de expresar exactamente lo que sentía. Jamás lo había experimentado antes, pero le agradaba, y le agradaba mucho. De pronto, una canción la extrajo de su ausencia. Era su canción, la canción con la que veinte años atrás Nacho se había despedido en La Pérgola. El efecto que tuviera la primera ocasión, se vio multiplicado varias veces, alcanzando cotas indecibles. Sintió cómo su corazón aceleraba el ritmo estrepitosamente, las palmas de las manos le sudaban y una extraña sensación de vacío le invadía el estómago. Notó un agradable acaloramiento y se sorprendió llorando. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas, dejando a su paso un rastro húmedo y cálido. Apoyó las manos en la mesa y, empujando la silla hacia atrás, se levantó. Fue en busca de Nacho y Nacho fue en busca de ella, uniendo sus caminos, fundiéndolos en un apasionado beso entre las mesas de los numerosos comensales que, como buenos neoyorquinos, no se vieron asombrados.

lunes, 20 de abril de 2009

XV.

Cuando salió del cuarto de baño, envuelta en un albornoz blanco con las letras del hotel bordadas en azul, vio un elegante traje de noche extendido sobre la cama. El negro del tejido resaltaba con la claridad del juego de cama y le pedía a gritos que se lo probara. Lo cogió y habiendo secado las últimas gotas que aún resbalaban por su piel, se vistió. Era precioso. Mirándose en el espejo se sentía como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Se sentía atractiva como una veinteañera enfundada en un ceñido traje que se ajusta a su esbelta figura para provocar las hormonas adolescentes de los chicos en perpetuo celo. El último zapato de tacón alto vestía su pie izquierdo cuando Nacho entró en la habitación y Beatriz lo expresó todo con la mirada. No fue necesaria ni una palabra, ni una sonrisa. Nada. Un mirada bastó para que Nacho quedara satisfecho y viera a la única mujer que había amado en su vida alcanzando una felicidad suprema. Incluso él mismo, podría haber asegurado que era el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra.
- Es precioso -dijo ella.
- Por eso te debe de hacer tan preciosa, ¿no? -aduló Nacho-. ¿Estás lista?
- Claro. ¿A dónde vamos a ir?
- ¿De veras crees que te lo voy a decir? Anda, tira millas -dijo, haciendo ademán de apresurarse.
Cuando salieron del hotel, ya había anochecido por completo y la oscuridad rasgada por destellos de luz se cernía por toda la ciudad. Subieron en una limousina negra y se dirigieron al uno de la calle 67, donde se levantaba el Cafes des Artites, un lujoso restaurante francés en el que la etiqueta marcaba el derecho de admisión. Mientras esperaban la inminente llegada de la cena a su mesa, traída en bandeja de plata por un estirado camarero francés, degustaban un delicado y fino vino blanco.
- ¿Que tal? -preguntó Nacho.
- ¿Tú que crees? Nunca había sido tan feliz.
- Sólo trataba de asegurarme.
El vago y lejano sonido de un piano llegó a sus oídos. Se interpretaba una suave balada, más propia de un crooner que de un francés. En cuestión de segundos, los recuerdos explotaron como una granada en las mentes de la pareja, siendo él quien diera salida de algún modo a la metralla producida.
- En cierto modo, ¿no te recuerda a aquella noche en La Pérgola?
- En cierto modo -repitió Beatriz-, solo que como esta noche me abandones como hiciste entonces te mato.
- Estaría loco para dejar escapar a un mujer como tú otra vez.
En ese momento llegó el camarero y posó sobre la mesa los platos que en un patético francés había pedido Nacho. La comida estaba deliciosa y la música que se oía era el Falling in love with love, de Sinatra.
- En el avión no me respondiste a una pregunta -interrumpió la cena Nacho.
- ¿Qué pregunta?
- ¿Le amas realmente?
Beatriz guardó silencio y creyó que todo el mundo hacía lo mismo, expectante a su respuesta. Sentía que era la hora de desengañarse, la hora de decirle todo lo que llevaba dentro. La hora de la verdad.

domingo, 19 de abril de 2009

XIV.

Un botones de uniforme escarlata les dio paso a una de las suites con nombre exótico. Cerrar la puerta significó el definitivo asentamiento en el paraíso que para Beatriz era todo aquello. Se abalanzó sobre Nacho y le cubrió de besos, volviendo a amarle como casi veinte años atrás había hecho.
- Te quiero, Iñaki. Te quiero muchísimo.
- Yo también, Bea, yo también -repitió en un tono menos entusiasta, que ni siquiera percibió la mujer, completamente ebria de ilusión y alegría-. ¿Qué tal si nos vamos a cenar?
- De acuerdo -aprobó la sugerencia-, vámonos.
- Tranquila, Bea. Estás loca, ¿eh?
- Sí, loca por ti -afirmó mientras cubría con otra alud de besos el rostro de Nacho.
Atrás había quedado Bilbao, su marido, su familia. No recordaba a lo que había dado la espalda, al menos durante un breve espacio de tiempo. El justo para poder seguir el rastro de la estela de Nacho. Ni podía recordarlo, ni quería, en medio de aquel grado de excitación, que iba incrementándose a medida que los segundos transcurrían. Cada movimiento del segundero suponía una nueva sorpresa de efectos inmediatos en el comportamiento de la mujer.
- ¿Por qué no te das un ducha mientras yo arreglo unas cosillas?
Beatriz aceptó desde el cuarto de baño. Sus movimientos eran fugaces y vertía en torno suyo una energía inagotable cuya fuente no era otra que el entusiasmo.
Mientras se duchaba, Beatriz no podía extraer de su mente a Nacho. Le resultaba increíble todo cuanto había vivido a su lado, desde los lejanos años de la Facultad, cuando él conseguía dibujar siempre una sonrisa en su cara, desvaneciendo la sombra de la tristeza, al preciso instante que vivía. Veinte años no eran nada para Nacho. No había cambiado en absoluto, toda su vida había hecho lo que le había venido en gana, obviando cualquier norma, cualquier límite. Traspasar fronteras invisibles era lo que parecía impulsarle a vivir de aquel modo y al hacerlo, contagiaba a los que le rodeaban de ese ánimo provocador, revulsivo. Bajo aquella fachada de rebeldía posiblemente se ocultaba un miedo atroz a la vida. Un pánico que se veía ligeramente atenuado cuando daba muestras claras de desprecio por las reglas que todo el mundo ha de seguir y, de hecho sigue, inconscientemente, sin plantearse el cómo o el porqué. Como un niño asustado en la oscuridad, que ve en la luz su refugio, su protección y, en cierto modo, su única salvación.

sábado, 11 de abril de 2009

XIII.

La suave sacudida indicó que el avión se había posado en suelo estadounidense. El vuelo se había desarrollado entre espesas cortinas de nubes que parecían sostener al aparato, impidiendo que se precipitara y se estrellara contra el océano. Ni siquiera habían podido disfrutar de la imagen de postal de la Estatua de la Libertad porque ésta se hallaba envuelta por una densa bruma de polución y nubes de la que parecía no tener la intención de desprenderse. Una vez realizados todos los trámites burocráticos, incluyendo la desconcertante pregunta de si portaban fruta fresca o plantas, salieron de la terminal.
- Por fin he llegado, Nueva York -suspiró Beatriz, abriendo los brazos en cruz como si se diese la bienvenida-. Muchísimas gracias, Iñaki.
- Vamos, una cita es una cita y ésta la fijamos hace mucho tiempo -aseguró y le dio un sonoro beso en los labios.
Mientras Beatriz procesaba cada rincón del aeropuerto, por insignificante que fuera, Nacho decidía el medio de transporte para llegar hasta el hotel. Por unos siete dólares podían ir en el Carey-bus, pero un taxi era lo que se presentaba más adecuado a los ojos del hombre. Así pues, dispuso dirigirse hacia la parada de taxis, donde se encontraba una larga hilera de vehículos amarillos, con un gran medallón tatuado en sus capós.
- Plaza Hotel -indicó Nacho al subir en el coche.
- No me lo digas, el Plaza está en la Quinta Avenida -insinuó la mujer, que no dejaba de mostrar por un instante una amplia sonrisa de satisfacción.
- En el cincuenta y nueve.
Otra mirada adornada de un intenso fulgor. Otra sonrisa mostrando el albor de unos dientes perfectos. Otro beso sincero. Y todo enmarcado en un anochecer neoyorquino que atrapaba sin tregua a Beatriz, que deseaba poder retener en su memoria cada minúsculo detalle de aquella estancia en la ciudad de su vida. A toda velocidad atravesaron toboganes de puentes, se deslizaron por carreteras que se retorcían, subían y bajaban en frenético frenesí de espectacularidad, bajo la dominante mirada de los rascacielos. Entre aquel abrumador paisaje de cemento, de vidrio y de acero apareció el verdor de Central Park, todo un islote en una isla. Beatriz permanecía callada, con una expresión en su rostro de profunda admiración, impresionada por aquella visión que era como siempre había soñado, seductora, maravillosa. Sus ojos se abrieron, si cabía aún más, cuando se cruzaron con la catedral católica de San Patricio que, con su llamativo mármol blanco y su estilo neogótico, se veía escoltado por aquellos rascacielos interminables que producían un curioso contraste. Llegaron al cincuenta y nueve y Nacho pagó los treinta dólares de la carrera. Cuando se apearon del vehículo vieron ante si un alto edificio blanco de tejado cobrizo, salpicado por filas paralelas de ventanas verdes. Las limousines aparcadas en doble fila a la puerta del hotel daban la bienvenida al eventual huésped o trataban de seducir al circunstancial transeúnte. Beatriz giró sobre sus talones y contempló el Central Park, que con su aparente calma verdosa hacía respirar a la Quinta Avenida en medio del smog -niebla y humo- de la apoteosis urbana.
- ¡Es tan fantástico! -exclamó la mujer en una explosión de alegría contenida mucho tiempo.
- Vamos, Bea, pasemos dentro.
Y, cogiendo por la cintura a la mujer de sensual contoneo, atravesaron el umbral de la puerta, tragados por la opulencia y la celebridad del Plaza.

martes, 7 de abril de 2009

XII.

Ya había transcurrido la mayor parte del viaje y poco tiempo restaba para aterrizar en el aeropuerto internacional Kennedy. La conversación había oscilado de un extremo a otro, versando en ocasiones del pasado de Beatriz -la mayoría de las veces- y otras, de los oscuros años de ausencia de Nacho, que se mostraban como un enigma para la mujer.
- ¿Dónde quedó tu independencia, tu trabajo, tu autosuficiencia? -preguntó él, hiriendo involuntariamente a su acompañante.
- Qué sé yo. Debí perderlas por el camino. Encontré un buen hombre, formé una familia y aquí me ves.
- ¿Cómo es?
- ¿El qué? -se extrañó Beatriz.
- El despertarte todas las mañanas con la misma persona en tu cama, con el mismo rostro risueño, con los ojos cerrados y un profundo ronquido de oso cavernario.
- Hey, no es para tanto -siguió la broma-. Es distinto. Supongo que cuando amas realmente a esa persona es fantástico. Abrir los ojos y ver que ha pasado otro día y está aún a tu lado. Que te apoyará cuando te haga falta, que te consolará, que te amará como tú le amas.
- Y tú, ¿le amas realmente?
Beatriz no supo qué contestar. Estaba terriblemente contrariada y dio gracias al Cielo por la providencial aparición de la azafata, que indicaba a los pasajeros que se abrocharan los cinturones. El avión se disponía a aterrizar, en Nueva York.

martes, 31 de marzo de 2009

XI.

El ruido de los reactores del avión indicaba que el despegue era inminente. La velocidad fue en aumento y cuando Beatriz notó que las ruedas perdían el contacto con la pista, sintió que ella lo hacía con su presente porque al fin había recuperado el pasado y quién sabe si no había hecho lo mismo con el futuro. Pasadas unas horas aterrizaría en Nueva York. Una vez más, sería Nacho quien consiguiera que ella pudiera ver cumplidos sus sueños. Muchas veces se había preguntado qué habría pasado si aquel día no se hubiera largado, si hubieran permanecido juntos. La respuesta siempre era la misma: era imposible. Nacho no lo habría soportado. Ella, tampoco. Nada habría sido igual. Era una persona con la que unos meses, unos días o, incluso, unas horas, valían por toda una vida al lado de otra. Pero sólo eso, un breve espacio de tiempo que no se prolongase excesivamente. De hecho, una vida junto a Nacho se convertiría en un infierno ; su ritmo, su filosofía del día a día, de la muerte, en definitiva, de todo, producía una desazón en los demás, que eran incapaces de seguir su estela. Mientras se vislumbrara esa estela, podía disfrutarse de su compañía, pero cuando dejaba de verse a lo lejos, su sola presencia provocaba un sufrimiento indecible, abriendo unas lacerantes heridas que jamás cicatrizarían, ni siquiera con el tiempo. Al contrario, el paso de los años no serviría sino para avivar el dolor de las heridas, que parecería sordo si Nacho mostraba su estela de nuevo y uno se engachaba a ella, a pesar de saber, sin duda alguna, que el dolor después de ese segundo contacto sería aún más agudo, más angustioso y, sobre todo, eterno.
- ¿Por qué te fuiste? -preguntó Beatriz.
- Sabía que me lo preguntarías.
- ¿Qué esperabas? -recriminó-. Me estuve repitiendo esa pregunta cada día que me levantaba durante muchos años.
- No lo sé -contestó-, sencillamente, no lo sé.
- Vamos, Iñaki -continuó Beatriz-, no me digas que fue un fogonazo.
- Desde luego, si lo fue, tuvo la intensidad de doscientos -bromeó, inclinando la cabeza a la izquierda y arqueando las cejas levemente-. Estaba un poco harto, ¿sabes? Tienes que saberlo mejor que nadie. En mi casa las cosas nunca marcharon bien. Los únicos momentos buenos no eran buenos en esa casa, simplemente eran más llevaderos. Y fuera las cosas no eran mucho mejor.
Beatriz le miraba atenta, despertándose en ella un sentimiento de lástima y misericordia que, inconscientemente, pretendía desechar.
- Y apareciste tú. Tú eras la alternativa, la salida. Y créeme, la mejor salida que tuve nunca. Pero también apareció Enrique y con él, los problemas. Sé que te liaste con él.
La expresión del rostro de Beatriz se transformó en una faz de asombro, culpa, y vergüenza fundidas en una velada mirada.
- ¿Cómo lo supiste?
- Lo supe y punto. Me lo imaginaba. ¿Te acuerdas que te dije que te dejaría de querer de golpe?
- Sí -replicó.
- Pues mentí. Te amaba demasiado para poder hacerlo. Lo que pasaba es que ya no podía amarte tan cerca. Necesitaba poner por medio kilómetros y años. Sólo así no dejaría de quererte. Así que cogí y me largué.
Beatriz estaba tan confusa por el descubrimiento de su relación con Kike que pretendió cambiar el rumbo de la conversación.
- ¿Y no has hablado con nadie desde entonces?
- No. Cuando te vas de un sitio, has de irte bien, si no, no te vayas. ¿De qué habría servido ponerme en contacto?
- ¿Ni siquiera con Ángel o Luna?
- Hablar habría sido más doloroso para ellos. Eran mis amigos.
- ¿Y dices que eran tus amigos? ¿Y ni una carta, ni una llamada para saber qué es de ellos?
- Ángel se casó hace dos años con Paloma. Luna vive en Barcelona y es una solterona que vive de puta madre con su trabajo de publicista.
La sorpresa volvió a inundar a la mujer, que hablase de lo que hablase no conseguía escapar del misterio y delirio que irradiaba el hombre que tenía a su lado. Sólo alguien como él habría sido capaz de saber qué era de sus amigos después de tanto tiempo.
- El que no esté en contacto con mis amigos, no quiere decir que les haya abandonado -se impuso él, con un tono de voz un tanto ronco, dominante-. No lo olvides nunca.

viernes, 20 de marzo de 2009

X.

Nacho se levantó y fue a su encuentro. En mitad de la plaza se cortaron sus respectivas trayectorias o, más bien, se unieron. Caminaron hasta poder encontrar un taxi libre.
- ¿A dónde vamos? -preguntó Beatriz.
- A Bilbao. Tenemos que pasarnos por el Consulado antes de ir al aeropuerto.
El camino hacía Bilbao supuso la primera toma de contacto; durante todo el trayecto el silencio no se rompió salvo cuando el conductor, aburrido por lo rutinario del trabajo intentaba en vano entablar una de sus conversaciones banales. La pareja ni siquiera se miraba a la cara. Los pensamientos de uno y otro les impedían todavía hablar, compartir sus experiencias, abrirse. Los recuerdos, las esperanzas y las antiguas promesas parecían no querer dejarles en paz, esa paz que a veces es necesaria para poder charlar con calma. El cambio de planes que Beatriz había sufrido la había desconcertado. Nacho, por contra, no había sufrido ningún cambio brusco. Jugaba con ventaja y lo sabía. Era él quien tenía la baraja en sus manos. Tenía las cartas marcadas y, curiosamente, no pensaba hacer uso de ellas. La suerte ya estaba echada y no iba a jugar sus naipes, que vinieran como quisieran... el resultado, seguramente, sería idéntico.
Cuando llegaron a Bilbao se dirigieron a la Avenida del Ejército y en el Consulado, Aitor les facilitó el certificado internacional de vacunación contra la viruela y el cólera que era necesario para poder entrar en Estados Unidos. Cuando llegaran a su destino ya recibirían el correspondiente visado.
- Gracias, Aitor. Te debo una -dijo Nacho.
- No, te sigo yo debiendo a ti. Por los viejos tiempos, ¿no?
- Claro, por los viejos tiempos.
- Oye, ¿sigues teniendo aquella caravana que se caía a cachos? -preguntó, tras el mostrador, con una sonrisa pícara cargada de ironía.
- No, la vendí por una miseria. Ya no me servía.
Tras una cariñosa despedida, los dos amigos se perdieron de vista. Desde allí, Nacho y Beatriz fueron directamente al aeropuerto. Para ello tomaron otro taxi que les llevó al punto de partida que veinte años atrás se había esbozado y que ahora estaba perfectamente definido. Esta vez, el trayecto gozó de una conversación, que no cesaría ya más, porque ambos necesitaban hablarse el uno al otro tanto como respirar, incluso más. La distancia y el tiempo, la soledad y la familia no habían logrado distanciarles y en aquel momento, sentados juntos en un taxi camino de Sondika, se sentían más unidos que nunca. La sensación de fugitiva que escapa de su familia, se había esfumado del interior de la mujer. Sencillamente, era un paréntesis que abría en su vida y que ignoraba por cuanto tiempo permanecería abierto. Quizás no lo cerrara nunca. Quizás mereciera la pena sacrificar veinte años de su vida por un día. Quizás.
- ¿Así que, al final tuviste una caravana? -preguntó Beatriz.
- Claro, hombre. ¿No te lo había dicho?
- Sí, pero ya se sabe que del...
- ...Del dicho al hecho hay mucho trecho, ¿no es eso? -interrumpió Nacho-. Pues ya ves, en cuanto tuve el dinero suficiente me la compré. Era una vieja, de segundamano, pero era preciosa. En ella he pasado casi todos estos años.
- ¿De un lado para otro?
- De un lado para otro. Unas veces me quedaba más en un sitio y otras menos, pero siempre en la caravana.
- Al final lo conseguiste, ¿eh? ¿Siempre consigues lo que te propones?
- Ya veremos. Aún queda lo más importante -contestó.
- ¿Por qué vendiste la caravana?
- Ya lo has oído, no me servía. Necesitaba el dinero para el pasaporte.
- ¿Para el pasaporte? -preguntó Beatriz, esperando salir de la confusión en que estaba sumida.
- El pasaporte para ir a Nueva York. ¿Con qué dinero crees que he pagado el traje, los viajes que hecho para encontrarte y los pasajes para el avión?
Beatriz se quedó callada. Le miraba fijamente, con los ojos vidriosos y sintiendo de nuevo en su corazón lo mismo que había sentido aquella noche en La Pérgola cuando Nacho cantó para ella. Acercó despacio su rostro, como no queriendo romper aquel halo de felicidad y deseo, y le besó. Para Nacho y, en el fondo, para ella misma, fue el primer beso sincero en casi veinte años. El primero y, probablemente, el más esperado.

domingo, 15 de marzo de 2009

IX.

Beatriz caminaba con un paso acelerado. Llegaba tarde. Nacho le había dado una hora y ese plazo ya había expirado. ¿Seguiría aún en la plaza? Tenía que seguir. Mientras caminaba, los pensamientos en forma de frases sueltas se agolpaban en su cabeza de un modo anárquico, pero eficaz, terriblemente eficaz. Estaba convencida de que aquello era una locura, pero algo en lo más profundo de sus ser la movía a hacerlo. Tenía la sensación de que si no lo llevaba a cabo sería otro hecho que se acumularía al conjunto de decepciones que había en su vida. Tenía un marido y dos hijos a los que quería. ¿Y qué? No tenía nada más y, si algún día lo había tenido, se había perdido por el camino. Nacho, en cambio, conservaba esa demencia de su juventud, esa espontaneidad. Parecía no querer asentarse en ningún sitio, no querer apoyarse, como acaba haciendo todo el mundo en alguien. Era un idealista endemoniadamente realista. ¿Cómo se puede ser así? Nacho poseía la singular cualidad de poder hacer cosas que parecen imposibles -son ideales- pero que con enorme facilidad las hacía... y ni siquiera les prestaba atención porque a sus ojos era algo normal y corriente. Aceleró aún más el paso.
Casi veinte años. Beatriz se preguntaba qué podía haber hecho en tanto tiempo. Ella se había casado con un buen hombre. Le amaba, si bien es verdad que jamás había sentido por él lo que un día sintió con Nacho. Era posible que ese fuera el motivo por el que estaba entrando en Herriko Plaza y avistaba a lo lejos a Nacho, en el banco. El motivo por el que se marcharía a Nueva York y esperaba acabar en un hotel de la Quinta Avenida retorciéndose de placer entre las sábanas con Nacho... con su Iñaki.

martes, 10 de marzo de 2009

VIII.

Nacho seguía en Herriko Plaza. No la había abandonado ni un instante. Únicamente se había levantado del banco para realizar un par de llamadas telefónicas y luego se había sentado de nuevo. El plazo había vencido y Beatriz no daba señales de vida. “Vendrá”, se decía; de hecho, estaba convencido de que aparecería. Habían pasado muchos años, quizá demasiados, pero tenía la absoluta certeza de que acudiría a la cita. Una cita que se habían hecho casi veinte años atrás y que él, por lo menos, no había olvidado.
Ahora, seguramente, tendría que explicarle por qué actuó en el pasado como lo hizo. No tenía ganas, sencillamente no quería recordar aquello. Pensaba que el pasado hay que tenerlo siempre muy presente, pero alejado. Era un pequeño matiz que convenía considerar si de veras se quería llegar a algún sitio. Él lo tenía muy presente y en ocasiones excesivamente cerca. Siempre había sido así y cuando había tratado de cambiar se había demostrado una vez más que todo intento era inútil, una pérdida de tiempo. Sí es verdad que por un sólo instante el cambio parecía mejorar sustancialmente las condiciones en que se encontraba uno, pero sólo era un espejismo que calmaba los anhelos del explorador para luego desengañarle dolorosamente.
Beatriz sabía a la perfección cómo era él. A pesar de ello, le preguntaría los motivos y, lo que era peor, qué había estado haciendo durante todo el tiempo. Nadie había tenido noticias suyas, ni siquiera Luna o Ángel, sus dos mejores amigos. Y por muy trágico que le resultara, no le contaría más que una parte de la verdad, como siempre hacía. La verdad entera resultaba demasiado dolorosa y vergonzante. No era aquello lo que deseaba.

viernes, 6 de marzo de 2009

VII.

Nacho se encontraba en Herriko Plaza, esperando impaciente a Beatriz. Vestía un impecable traje azul marino que sustituía a sus antiguos y desgastados vaqueros. Se preguntaba si reconocería a Beatriz después de tantos años. Estaba tan seguro de que aparecería por la plaza que no cabía en su mente el cuestionarse si aquello había valido la pena o no. Sin embargo, ya era la hora y Beatriz no aparecía por ningún lado. “En casi veinte años no ha cambiado... llegará tarde hasta a su entierro”, pensó Nacho, esbozando una socarrona sonrisa. A lo lejos, la figura de una atractiva mujer le hizo perder la impaciencia, que se esfumó de golpe ante aquella visión. Era Beatriz. A pesar de los años y de los dos embarazos, mantenía una esbelta figura, que mostraba contorneando sus caderas con el ligero balanceo que practicaba siempre al caminar. Sus largas piernas parecían no acabar nunca, hasta desembocar en aquella estrecha cintura sobre la que se levantaba un torso provocador, inocentemente lascivo. Cuatrocientos recuerdos golpearon todos a la vez la mente de Nacho, mientras Beatriz había conseguido ponerse a su altura.
- Hola, Iñaki -saludó tímidamente la mujer.
- Hola -correspondió-, estás estupenda.
- Sí, claro. Tú tampoco estás mal... supongo -hizo una pausa, miró unos segundos al suelo y levantó después la cabeza-. ¿Qué quieres?
Nacho se levantó del banco en el que se había sentado cuando llegara a la plaza y besó en la mejilla a la mujer. Ésta permaneció impasible ; la expresión de su cara parecía más bien la de un maniquí, fría, distante, fija.
- Felicidades.
- Gracias. ¿Has venido de donde quiera que lo hayas hecho sólo para decirme felicidades?
- Y para llevarte a Nueva York -replicó Nacho, sin saber muy bien si mostrar una ligera sonrisa o mantener el duelo con la cara de maniquí.
- ¿Qué ? ¿Estás loco ? -gritó Beatriz, cambiando bruscamente su expresión, que ahora se desencajaba y anunciaba cualquier tipo de reacción que estuviera en contienda con la impasividad-. Debes estarlo. Después de lo que me hiciste, ¿y quieres que ahora lo olvide todo y me vaya contigo a Nueva York?
- Sí.
- ¿Sí? ¿Y qué le digo a mi marido? ¿Y a mis hijos?
- No les digas nada. Márchate y punto -respondió el hombre con tranquilidad.
- No, Iñaki, no. No todos somos como tú. Estoy casada y eso no lo puedes cambiar ni tú ni tus locuras, ¿entiendes?
- ¿Has ido ya a Nueva York?
Por lo inesperado de la pregunta, Beatriz sintió como si se le clavase un hierro al rojo vivo en el corazón. Casi podía sentir el olor a carne quemada. Tenía ante sí al hombre que más feliz le había hecho y, sin embargo, el que más le había hecho sufrir. Los porcentajes entre felicidad y sufrimiento, si es que es posible medirlo en porcentajes, debían de ser muy semejantes. No obstante, el grado de felicidad, aún midiendo lo mismo, gozaba de tal intensidad que parecía doblar varias veces al dolor. Siempre había sido así, cuando tenían veintitantos o treinta años, aunque en éstos últimos fuera por medio de los recuerdos.
- No, no he ido nunca a Nueva York -respondió, cambiando sorprendentemente el tono de voz, idéntico al de un niño cuando es reprendido por alguna travesura-. Pero, ¿no te das cuenta de que estoy casada ? Todo es distinto... ya no tenemos veinte años...
- ¿No eras tú quien decía que no tiene nada de malo ser infiel? ¿Que por hacerlo no vas a dejar de querer menos a tu pareja? Debieron ser palabras vacías, ¿no? De esas que tanto decías para hacerte pasar por lo que no eras.
La mano de Beatriz describió en el aire un arco amplio que acabó su trayectoria en pleno rostro de Nacho.
- Eres un gilipollas... siempre lo has sido y siempre lo serás -insultó con los ojos vidriosos-. Nunca olvides que yo te quise como seguramente nadie te ha querido jamás... porque tú no te dejas querer.
Beatriz se dio media vuelta y antes de que pudiera dar el primer paso, sintió como la mano del hombre asía su brazo con fuerza, tirando de él y haciéndola girar de nuevo sobre sus talones. Cuando lo hizo, encontró la cara de Nacho, con un guiño de los suyos.
- Te espero aquí dentro de un hora -anunció.
- No vendré -advirtió la mujer, tirando de su brazo para librarse de la presa.
La esbelta figura se perdía por donde había aparecido, con su contoneo mucho más pronunciado.
- ¡Una hora! -gritó Nacho.
Y Beatriz hubiera querido no oírlo, pero lo hizo. Hubiera querido no haber recibido aquella llamada ni estar en ese momento llorando. Hubiera querido, en el fondo, no desear con toda su alma perderse por las calles de Nueva York con aquel hombre. Tantos sueños se habían escapado a lo largo de su vida que sentía que, por una vez, debía darle la espalda a todo y hacer una locura. Con Nacho, además, la locura precisamente estaría siempre asegurada, para bien o para mal.

miércoles, 4 de marzo de 2009

VI.

Barakaldo era otro cúmulo de recuerdos, buenos y malos, que se agolpaban en la memoria del hombre. Desde su colegio, el Arteagabeitia, hasta el Paseo de los Fueros, donde tantas juergas se había corrido, le despertaban sensaciones de difícil descripción. Sólo las puede describir quien las sintió alguna vez, en caso contrario, cualquier intento de hacerlo será estúpido puesto que jamás alcanzará la profundidad debida.
Tras llegar a la ciudad y pagar una copiosa cantidad de dinero al taxista, el hombre se encaminó hacia la calle Larrea, donde se debía levantar la casa de los padres de Beatriz. De nuevo, se encontraba al pie de una cabina de teléfonos, marcando un número que nunca antes había marcado. Aquella operación comenzaba a convertirse en pura rutina y, desde luego, cuando todo aquello acabara no era precisamente un hábito que echaría en falta. Y siempre la misma pregunta :
- Buenos días, ¿está Beatriz, por favor?
- Sí, un momento.
- ¿Dígame? -se escuchó tras unos segundos. Era una voz dulce, suave e increíblemente conocida por el hombre.
- Felicidades, Beatriz -dijo la enigmática llamada.
- Vaya, muchas gracias. Pero, ¿quién eres?
- ¿Cómo ? ¿No me reconoces?
- A ver, habla un poco más -pidió la mujer.
- ¿Qué tal han caído esos cuarenta?
- Pues no, no caigo. ¿Quién eres?
- ¿Estás lista para ir a Nueva York?
Una terrible alud de silencio se precipitó sobre los dos interlocutores. Así continuó durante unos segundos que al hombre le parecieron minutos.
- No puede ser, no puede ser -decía Beatriz, sobrecogida, cambiando su tono dulce y agradable por uno crispado, furioso y, al mismo tiempo, temeroso- ¿Iñaki? ¿Eres Iñaki?
- El mismo que viste y calza -contestó el hombre con el mismo tono de voz que tuviera en un principio.
- No puede ser, Dios mío, no puede ser. Pero, ¿cómo?
- ¡Hey! Una promesa es un promesa -aseguró Iñaki-. Te espero en Herriko Plaza, junto al Ayuntamiento, dentro de una hora.
Iñaki colgó antes de que Beatriz tuviera la oportunidad de añadir nada más. Hablar por más tiempo por teléfono no habría servido más que para contrariarla aún más y hubiera podido estropearse todo, truncándose los planes.
Aquella hora de la que disponía Iñaki le serviría para buscar una tienda donde poder comprar un traje elegante y caro. Era parte de la promesa y no es que a lo largo de su vida hubiera cumplido todas sus promesas, pero con aquella era distinto. Había de cumplirla, porque cuando una promesa se convierte en un sueño se debe perseguir con todas las consecuencias, para bien o para mal.

lunes, 2 de marzo de 2009

V.

El agudo pitido del despertador sobresaltó a la pareja que estaba tendida en la cama, dando la bienvenida a un radiante 13 de marzo de 2013. Eran las ocho de la mañana. El hombre suspiró e intentando desperezarse comenzó a incorporarse. Una mano le cogió por el hombro y tiró de él hacia atrás.
- ¿A dónde vas tan pronto? -preguntó la rubia veinteañera.
- Joder... la tía ésta -murmuró el hombre, levantándose y cogiendo sus pantalones.
- ¿Perdona? ¿Qué has dicho?
- Que voy a por tu desayuno, cariño -contestó con un guiño de ojo-. No te vayas a marchar.
- ¿A dónde iba a ir sin ti?
- Se me ocurren un par de sitios -replicó el hombre, que ya se aproximaba a la puerta. La abrió y quiso despedirse-. Adiós... seas quien seas.
La muchacha se quedó semisentada en la cama, recordando la noche anterior y construyendo en su mente planes de futuro inmediato, siempre junto al nuevo hombre que había entrado en su vida. Pero ella ignoraba que quien había penetrado en su vida, lo había hecho sin invitación y se acababa de marchar por la puerta de atrás dando un sonoro portazo. Claro que lo ignoraba. Pasada una hora comenzaría a intuir que el desayuno no llegaría nunca y si lo hacía, definitivamente no podría comérselo porque no se hallaba en disposición de comer nada... bastante había tragado ya con lo que aquel tipo le había hecho dejándola plantada.
El hombre ya había engullido un copioso desayuno para reponer las energías consumidas la noche anterior. Los años no perdonaban, de eso no cabía la menor duda. Si la pareja hubiera sido alguien de su misma edad, las cosas habrían resultado muy distintas. Sin embargo, el acostarse con una veinteañera implicaba irremediablemente que la fogosidad de la mujer se impondría sobre cualquier otra cualidad del hombre. “Y además era rubia...” pensó el hombre.
Caminaba por la calle Navarra y desembocó en la Plaza de España. Al otro lado de la plaza divisó una cabina de teléfono. Se dirigió hacia ella y extrayendo un pedazo de papel de su bolsillo trasero del pantalón leyó un número. Marcó los números...4...1...5...
- ¿Sí, dígame? -se oyó una voz infantil.
- Buenos días, ¿está Beatriz, por favor?
- No, no está. Eres Antonio, ¿no?
- ¿Antonio? -preguntó vacilante el hombre-. Sí, sí. Oye, ¿y dónde está?
- Está en Barakaldo, en casa de los abuelos. Pero tiene que venir hoy por la tarde-explicó la vocecilla del otro lado de la línea telefónica.
- Vaya -se lamentó-, es que como es su cumpleaños quería enviarle un ramo de flores -hizo una pausa durante unos segundos, los suficientes-. ¿No sabrás la dirección de tus abuelos?
La confusión del muchacho había resultado mucho más provechosa de lo que nunca hubiera esperado. ¿Quién sería aquel Antonio? Debía de ser algún amigo de la familia; lo que era seguro es que se trataba de alguien muy querido y de confianza en la familia. Aquella voz infantil tenía que ser la del hijo de Beatriz. No debía de tener más de 12 años.
El hombre pensó que había de apresurarse si quería que todo saliese bien. Justo en ese mismo instante y rompiendo bruscamente el halo de pensamiento que le envolvía se cruzó un taxi.
- ¡Taxi! -gritó alzando la mano.
- A Barakaldo, por favor. Y el taxi arrancó, perdiéndose rápidamente por las calles de Bilbao.

jueves, 26 de febrero de 2009

IV.

Una hora transcurrió desde su entrada hasta el abandono del Consulado. Todo estaba listo. Aitor se había comprometido a realizar el trabajo que aquel hombre, al que hacía años que no veía, le había encargado. El sol anunciaba su inminente caída y la bienvenida de la luna y decidió buscar algún alojamiento. No creía tener demasiados problemas para encontrarlo; ahora disponía de dinero suficiente. No era como entonces, cuando el dinero a duras penas le alcanzaba para cubrir la comida y acababa en el camping de Arketa, en la playa de Laida, molestamente alejado del casco. De todos modos, optó por alojarse en el hostal Ibarra, un sitio acogedor, decorado de tal manera que se respiraba un ambiente antiguo, aumentando la sensación de comodidad, no en vano estaba en el mismo edificio que la Euskaltzaindia, la Biblioteca de la Academia de la Lengua Vasca.
Una vez resuelto el problema que suponía su estancia en la ciudad por la noche, resolvió que había llegado la hora de disfrutar y unirse a “los peregrinos nocturnos”, como él los llamaba. El dinero, curiosamente, no le incitó a derrochar haciendo ostentación en los ambientes selectos de la ciudad, sino que desfiló por los locales que ya conocía. Cuando iba sentado en el avión que le había traído hasta Sondika, estaba convencido de que acabaría en algún restaurante caro, tomando un buen bacalao al club ranero, con su fritada de cebolla, pimientos verdes, tomate y choriceros, acompañado de un Rioja Alavesa. Sin embargo, se encontraba en el Bikain, tomando una ensalada y una hamburguesa del tamaño de un balón de rugby. Aquella, definitivamente, era una buena vida. Sin obligaciones, con cosas sencillas alrededor, que son, al fin y al cabo, las que consiguen hacerle a uno feliz.
Cuando salió del Bikain, miró en torno suyo y, tras unos segundos de vacilación, decidió visitar La Granja, un pub muy próximo situado en la Plaza de España. Siempre le había gustado aquel local. Eran sus constantes transformaciones las que más llamaban la atención: por la mañana era un antiguo café bilbaíno, al mediodía se convertía en un restaurante y por la noche, era un pub que se veía desbordado por la ingente cantidad de “peregrinos nocturnos” que acudían sedientos de alcohol y fiesta.
Tras unas cuantas copas y algún que otro saludo a viejos conocidos, cruzó el Nervión y acudió a Indautxu. Allí había una calle, la del Licenciado Pozas, que le proporcionaría grandes dosis de juventud. A pesar de su madurez, se conservaba lo suficientemente bien como para seguir atrayendo a las veinteañeras, que ardían en deseos de encontrar a un hombre maduro, con experiencia, que les pagara la juerga y ellas, a cambio, le devolverían la invitación con horas de sexo desmedido.
Eran las cuatro de la madrugada y los golpes de la cabecera de la cama contra la pared impedían que el inquilino de la habitación de al lado pudiera conciliar el sueño. Seguramente era debido más a la insana envidia de no ocupar uno de los puestos que por los propios ruidos. El enigmático hombre que hacía tan solo unas horas que había llegado de Madrid, cesó en sus rítmicos movimientos, suspiró y relajó todos sus músculos. La veinteañera rubia intentó abrazarle y cubrirle cariñosamente de besos, pero él ya se había dormido y soñaba, precisamente, con el sueño de toda su vida. Con el sueño que por fin vería cumplido al día siguiente.

martes, 24 de febrero de 2009

III.

Entre nubes, o sobre ellas, no lo supo muy bien, sintió el contacto de las ruedas con la pista del aeropuerto de Sondika. No portaba ningún tipo de equipaje y los trámites en el aeropuerto, por tanto, fueron mucho más rápidos de lo que esperaba. Buscó la parada del autobús 23; creía recordar que ése era el autobús que le llevaría al Arenal. Cuando encontró la parada pudo comprobar que, efectivamente, el destino del autobús era el que él pensaba. No tardaría demasiado tiempo en llegar el medio de transporte que, no sólo le llevaría al Arenal, sino también a su pasado, ese pasado que casi había logrado olvidar.
Después de haberse apeado del autobús, se había marchado al Parque de Etxebarria. Le encantaba pasear por aquel parque, en el que tantas horas había estado años atrás, cuando no era más de lo que era ahora en realidad. Permaneció sentado en uno de los bancos durante algo más de dos horas. Pensaba. Debía localizar a Beatriz al día siguiente y en principio, no iba a resultar excesivamente complicado. En el pedazo de papel tenía sus señas y teléfono. Podía haber preparado lo que le diría, podía haberlo meditado para que cada palabra supusiera un certero golpe de efecto que sacudiera su corazón, pero no merecía la pena. Era mejor la improvisación; tenía la sensación de que pasara lo que pasara, ya estaba todo hecho, sólo había que esperar.
Aquella llamada se produciría al día siguiente, pero ese mismo día una larga lista de cosas quedaban aún por hacer. Tan sólo esperaba que las amistades cosechadas tiempo atrás siguieran todavía por las calles de Bilbao, de lo contrario se le complicaría la empresa que había comenzado. Suspiró y apoyando sus manos en las rodillas, se incorporó y caminó en dirección al Consulado de Estados Unidos, en la Avenida del Ejército. Se cruzó con uno de los quioscos de la ONCE, pero no compró ningún bonobús, prefirió caminar por las calles que tantos recuerdos le traían: las interminables sesiones de poteo con los amigos, las catástrofes que producía el kalimotxo en su castigado estómago y, sobre todo, la Aste Nagusia. Aquellos sí que habían sido buenos tiempos. Detestaba la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero en aquel caso tan especial, era distinto. Durante la Aste Nagusia todo era distinto. Eran diez días inolvidables para el que los viviera por vez primera. Desde el chupinazo en Begoña con que se daba comienzo a la fiesta, hasta su conclusión, todo era diversión.
No restaba mucho camino para llegar al Consulado y el hombre seguía inmerso en sus recuerdos. Lo más fantástico de la fiesta, pensaba, no era la diversión en sí, sino todo lo que giraba en torno a ella : la bajada desde Begoña al Arenal presidida por una representación. “¿Cómo se llamaba aquella especie de representación, tan grande, de la fiesta? ¿Marijaia? No lo sé, creo que sí”, se preguntaba, mientras aceleraba el paso. “Sí, era Marijaia. ¿Cuántas veces la habrán arrojado a la ría?”.
El año que él estuvo disfrutando de la fiesta se había quedado grabado como a fuego en su memoria. Conoció a mucha gente, de toda clase e índole y ahora cobraría los favores prestados en el pasado. A Aitor, el individuo que trabajaba en el Consulado, lo había conocido en el Arenal, entre el ambiente y alboroto de las txoznas. Unas cuantas gaupasas les habían servido para conocerse lo suficiente. No era preciso saber nombres completos o datos precisos del pasado para conocer a una persona. Viéndole actuar bastaba o, al menos, así había sido con el hombre que acababa de llegar a la Avenida del Ejército número 11, al Consulado de Estados Unidos.

miércoles, 18 de febrero de 2009

II.

Seis. Seis veces tuvo que marcar hasta alcanzar lo que buscaba. Mantuvo una conversación muy animada con la mujer que se hallaba al otro lado del auricular. Durante dos minutos, la expresión de la cara de aquel hombre cambió, suavizándose los rasgos, sugiriendo cierta expresión de satisfacción. Anotó un teléfono precedido de un prefijo, se despidió y colgó. Permaneció unos segundos con el auricular sujeto, apretándolo contra el aparato que lo sustentaba y mirando al vacío. De súbito, parpadeó y despertó del trance en que se encontraba. Miró a su alrededor y distinguió las guías de Bilbao. Tomó una de ellas y realizó la misma operación que la vez anterior. En esta ocasión, contaba con los apellidos y el teléfono; había de averiguar la dirección. El número de “Uriarte” era mucho mayor que en Madrid. Deslizó su dedo índice a lo largo de las interminables listas de números, cada vez más rápidamente, notando cómo la presión y velocidad con que lo hacía le quemaba la yema. Y la sensación de abrasarse alcanzó su cénit cuando el número que figuraba en el listín coincidía con el apuntado en el pedazo de papel que apretaba en su puño. Extrajo del bolsillo trasero de su pantalón una pluma azul Mont Blanc y escribió la dirección que acababa de encontrar. Guardó el pedazo de papel en su cartera y salió a la calle, fundiéndose en la incesante corriente de peatones, contagiándose de su ritmo vertiginoso y buscando desesperadamente un taxi libre con la mirada.
- Al aeropuerto de Barajas, por favor.
Y el taxi se perdió entre la otra corriente que siempre subyace en las ciudades: la de los vehículos, que al final, nunca le llevan a uno donde realmente desearía.

martes, 17 de febrero de 2009

TERCERA PARTE: SINIESTRO TOTAL

La lluvia se había dejado caer sobre la ciudad, proporcionándole un aspecto lúgubre, misterioso. El sol comenzaba a ocultarse tras los enormes bloques de edificios y la luz se desvanecía poco a poco. En cuestión de segundos anochecería. En la ciudad no hay atardeceres; el sol inflama el horizonte con tanta celeridad que a duras penas sí se puede apreciar cómo sus últimos destellos escarlatas parecen incendiar las azoteas.
La Gran Vía era un auténtico hormiguero. Por sus aceras, abarrotadas de peatones podía respirarse ese angustioso aroma de estréss, de tedio mundano que empapa al ciudadano más simple. Chocaban unos contra otros sin ni siquiera reparar en ello, aceptando impasibles los empujones, apretones y miradas veladas de desprecio que se dirigían unos a otros. Entre aquel tumulto de gente, caminaba un hombre que, harto de la situación había resuelto andar por el borde de la carretera. Vestía de un modo sobrio, sin demasiada ostentación, haciendo gala de su comodidad para lo que sacrificaba cualquier vestigio de elegancia. Su movimiento de caderas al andar le dotaba de un balanceo que compartía a un mismo tiempo la impresión de indiferencia y presunción. Cuando estuvo a la altura del locutorio de la Telefónica se detuvo. Miró de abajo a arriba el edificio y se dirigió hacia la puerta. La corriente de peatones era más poderosa de lo que parecía y cuando logró alcanzar el pie del edificio se encontraba a unos diez metros de la puerta. “Si caminara por la acera...”, pensó.
Una vez que estuvo dentro, buscó con la mirada un teléfono que no estuviera ocupado. Al fondo creyó ver uno y avanzó rápidamente hacia él. Descolgó el auricular y marcó los siete dígitos a los que llevaba dando vueltas en su cabeza toda la tarde.
- ¿Diga? -se oyó al otro lado de la línea.
- Buenas tardes, ¿está Beatriz, por favor?
- ¿Cómo dice?
- Beatriz, Beatriz Uriarte -repitió el hombre.
- No, se ha equivocado.
Ni siquiera se disculpó. Suspiró y colgó. En el fondo lo suponía. Aquello no iba a ser sencillo ; si fuera así no sería bueno. Todo lo bueno en este mundo ha de implicar dificultad, de lo contrario es mediocre. Y lo bueno debe ser también malo. Parece que es en la ambigüedad entre lo bueno y lo malo en donde uno puede encontrar la felicidad. Ese es el motivo porque la felicidad es un arma de doble filo, aunque sea el de la maldad, sin duda alguna, el más cortante, el que produce efectos más desastrosos y difíciles de cicatrizar.
“Plan B”, se dijo el hombre, dejando asomar una suave sonrisa, que acabó perdiéndose en la comisura de sus labios. Tomó por el lomo una de las guías de Madrid y pasando las páginas por las esquinas, lo justo para poder discernir las letras impresas, encontró la “U”. Uriarte no era un apellido demasiado común en Madrid. Cincuenta. Cincuenta personas con ese apellido en la capital. El hombre esperaba que no hubiera un número tan abultado. “¿Cómo era el segundo apellido?”, se repetía, cerrando los ojos, intentando concentrarse para recordarlo. Creía que se trataba de “González”, pero era una pura especulación, porque la certeza de que fuera aquel apellido era mínima. “Uriarte González” únicamente figuraban ocho en aquel maremágnum de nombres y números. En aquellos ocho nombres estaba su destino, pero había que buscarlo y, sobre todo, retenerlo.

domingo, 15 de febrero de 2009

VII.

Las páginas del calendario fueron cayendo de igual modo que lo hacía en el olvido la búsqueda de Nacho. La policía calificó la situación de “desaparición” tras el plazo establecido para tal denominación. Los medios de comunicación se ocuparon del muchacho del barrio de San Blas que se había esfumado. En la televisión aparecieron vecinos, profesores y familiares que aseguraban que era un muchacho encantador, educado, que le conocían muy bien y sentenciaban que el secuestro era lo que había provocado todo. El secuestro. Se engañaban y lo sabían, pero a pesar de ello continuaban diciéndolo. Pero pronto tuvieron que cambiar sus declaraciones, cuando se descubrió una nota de Nacho.
Una mañana, Clara abrió la puerta del armario de la cocina donde guardaba sus pastillas. Se disponía a tomar una buena dosis de tranquilizantes. Algo le decía en su interior que si bien no le solucionarían los problemas, si ayudarían a mitigarlos, a hacerlos tan simples que resultaría sencillo ignorarlos. Entonces vio el vaso donde estaban las llaves de la casa que tenían en la Sierra. No estaban. Notó cómo se le aceleraba el corazón; le latía con tanta fuerza que creía que le iba a quebrar la caja torácica. Sentía las palpitaciones en las venas de su frente y corrió frenéticamente hacía el teléfono para marcar el número del trabajo de Pedro. “Está en la Sierra. Nacho se ha ido allí”, se repetía convencida de que esa era la realidad. La policía no tardó en llegar al chalé de la familia. La puerta no estaba cerrada con llave, lo que ayudó a reforzar aún más la teoría de Clara. Pero la puerta dio paso a la desolación, la decepción, la cólera. El silencio de la casa era absoluto. Ni siquiera fue necesario registrarla de arriba abajo; sobre la mesa de la cocina encontraron las llaves que debían haber estado en el vaso, rodeado de tranquilizantes. Debajo de las llaves un papel con la letra de Nacho se encargaría de destrozar cualquier vestigio de esperanza en los corazones de sus padres.

¿De veras pensabais que iba a estar aquí ? Eso sería demasiado estúpido, ¿no ? No os preocupéis por mí, estaré perfectamente. No creo que os pida nada del otro mundo, es lo que habéis hecho toda la vida : no preocuparos.
Adiós,
Nacho.

La búsqueda cesó. Poco a poco se fue olvidando al muchacho. Pedro y Clara regresaron paulatinamente a su vida rutinaria. Con el paso de los años todo el mundo pareció ignorar la ausencia de Nacho. Ya no merecía la pena luchar por alguien que había demostrado su desprecio por todo y por todos.
Ángel, Luna y Beatriz tardarían muchos más años en olvidar a Nacho. Necesitarían más tiempo para convencerse de que ese día que amanecía tampoco verían a su amigo. Le echarían de menos, porque cuando se tiene un amigo como Nacho es preciso mucho, mucho tiempo para lograr cerrar la herida abierta por su ausencia... quizá demasiado. El calendario sería quien marcara el límite a sus corazones, a su memoria. Sería el calendario el verdugo de su nostalgia, el paladín del olvido. Realmente jamás habría alguien que fuera capaz de reemplazar a Nacho, pero un buen conjunto de personas sí ayudarían a reducir a un liviano recuerdo al muchacho. Sería un nombre más en la agenda de teléfonos, un cumpleaños más en la lista de aniversarios... uno más. Incluso Iñaki moriría con el tiempo... Sólo existiría Nacho y lo haría tan frágilmente, que a penas si se percibía en la memoria, en el corazón.

viernes, 13 de febrero de 2009

VI.

El sonido agudo del portero automático precedió a la voz de Beatriz. Cuando oyó a Ángel y Luna dudó por unos instantes y, finalmente, un susurro anunció su bajada a la calle. Resolvieron pasear por el parque que había cerca de su casa mientras charlaban acerca de Nacho. La sorpresa de Beatriz fue mayúscula cuando conoció la noticia de la desaparición de su novio. Recibió el hecho con unas lágrimas que se perdían en el escote de su blusa. Decidió contar lo sucedido la noche anterior en La Pérgola.
- Se marchó y me dio un buen plantón. Hoy estaba tan cabreada que por eso no he querido ir a clase -explicó-. Pero no me imaginé que se iba a fugar. ¿Y nadie sabe nada?
- Si no sabes nada tú, que eres con quien más estuvo en los últimos meses, nadie sabe nada -respondió Ángel.
- No, yo no sé nada. El caso es que sí, se le veía un poco harto de todo, pero no me dijo nada. Habíamos discutido, pero no creo que se haya ido por eso... discutíamos a menudo.
- A lo mejor ésa es la causa -arremetió Luna, agresiva.
- Tú que sabrás. No te metas donde no te llaman, idiota.
Antes de que Luna tuviera tiempo de replicar, Ángel se adelantó y trató de calmar los ánimos. La conversación, empero, siguió por el mismo camino. Cada frase de ambas, daba pie para que la contraria supusiera toda una provocación. La rivalidad de las dos muchachas sorprendió a Ángel, que no veía el modo de parar aquel enfrentamiento que se perdía en lo inútil, puesto que la susceptibilidad no les ayudaría mucho a localizar a Nacho. Tras analizar por espacio de una hora los posibles motivos por los que su amigo se había fugado, no supieron desentrañar la causa real. Todo se convertía en absurdas divagaciones, sin demasiada base, que acababan desmoronándose por su propia inconsistencia.
Nacho había sufrido una increíble transformación a los ojos de sus amigos y su novia.
Era un completo desconocido que, de un modo irracional, se había convertido en imprescindible. Ignoraban casi todo acerca de él y no habían reparado en ello hasta el momento en que más falta les hacía. Su único consuelo era que ni siquiera sus padres le conocían. Posiblemente, eran ellos tres los que poseían un mayor conocimiento de Nacho y de lo que era en realidad. Esta situación les hacía sentirse impotentes, inútiles.
- Tiene gracia -murmuró Beatriz-. Aquella noche, en el pub del piano, me lo dijo. ¡Cómo fue exactamente? Creo que lo llamó “un adiós inesperado y definitivo”. Y no le creí. Le contesté que eso era muy fácil decirlo pero no hacerlo -hizo una pausa para tomar aire y sonarse la nariz, congestionada por el llanto-. Y él lo sabía, Dios mío, sabía perfectamente que esa misma noche se iba a marchar. Cuando me dijo que me quería lo hizo de un modo que..., que parecía el último. En ese momento no quise darle importancia y creí que era yo, que estaba demasiado romanticona después de aquella canción. Pero era eso, era el último “te quiero”, el último beso...
Beatriz rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos. Ángel la abrazó y dejó que apoyara la cabeza sobre su hombro. Quería consolarla de alguna manera, a ella y a Luna, pero no sabía cómo. Ni siquiera sabía cómo consolarse a sí mismo. Resultaba que Nacho lo tenía todo planeado y no había desvelado su fuga a nadie. Aquello no era un fogonazo y, precisamente por eso era mucho más preocupante y desolador. El frágil rayo de esperanza que aún alumbraba su angustia, había desaparecido, se había extinguido. Nada quedaba de él y se hallaban inmersos en la oscuridad de la melancolía, de la depresión en la que no se ve salida posible. Esa oscuridad de la que uno se empapa, convenciéndose que es inútil tratar de evadirse. A veces, ni siquiera se tienen ganas de escapar. Esa oscuridad que ciega a cualquiera que se hunda en ella, que supone una odiosa soledad, difícil de sobrellevar, a pesar de encontrarse rodeado de gente. Esa profunda oscuridad que únicamente puede estallar en una amalgama de color y luz si la persona que la produjo se lo propone, si la persona que decidió compartirla creyendo que así la combatía regresa al punto de partida. Pero esa persona ya estaba muy lejos. Antes de irse, incluso, se encontraba alejado. La distancia que había por medio era insalvable. Todos lo sabían. Todos.

miércoles, 11 de febrero de 2009

V.

Subía de tres en tres los peldaños de las escaleras, sorteando a los alumnos que se dirigían a la cafetería. La clase de Beatriz se encontraba en la sexta planta, junto a los laboratorios. A medida que ascendía de nivel, Ángel notaba cómo la fatiga se apoderaba de él y el número de escalones se veía reducido, subiéndolos ahora de uno en uno y con un ritmo mucho más pausado. Cuando atravesó la cuarta planta se cruzó con Luna, que al verle salió a su paso.
- ¿A dónde vas?
- A buscar a Beatriz -contestó Ángel.
- Oye, ¿qué te ha contado el padre de Nacho?
- Es un gilipollas -replicó con desprecio.
- ¿Por?
- ¿Te puedes creer que piensan que está metido en drogas ? ¡Vamos, hombre!
El silencio se hizo con el dominio de la situación hasta que llegaron a la sexta planta. Se dirigieron hacia la clase de Beatriz. Buscaron su rostro entre aquel conjunto de caras desconocidas y no lo hallaron por ninguna parte. Preguntaron a un par de muchachas que se sentaban cerca del sitio en que acostumbraba a hacerlo Beatriz.
- No, hoy no ha venido en todo el día.
Ángel y Luna cruzaron sus miradas y compartieron el mismo pensamiento : “¿Se habrían fugado juntos?”. Decepcionados, bajaron de nuevo las escaleras y resolvieron saltarse el resto de las clases del día para poder charlar con tranquilidad en la cafetería.
Sentados en el suelo porque todas las mesas se encontraban ocupadas, mantuvieron una conversación que trataba por todos los medios de resolver, en vano, el enigma de la desaparición.
- Yo le conozco desde hace muchos años -aseguró Ángel-, pero tú has hablado mucho con él. ¿Nunca te contó nada?
- No -respondió Luna, vacilando- Bueno, alguna vez me había comentado que estaba un poco quemado de todo, en su casa, cuando discutía con Beatriz... Pero todos hemos estado quemados y no nos hemos fugado.
- Ya, pero Nacho no es todos y tú lo sabes.
El silencio volvió a hacerse con el dominio de la situación. Ambos pensaban igual, compartiendo idéntica reflexión y mismo temor a admitirlo. Fue Ángel quien se lanzó al vacío y dijo la terrible verdad que angustiaba con su peso a los dos.
- Le conocíamos pero no sabíamos nada de él.
- ¿Por qué hablas en pasado? -preguntó la muchacha, levantando la cabeza para inquirir aún más con la mirada.
- Vamos Luna, no me digas que no tienes la sensación de que jamás volverás a verle.
Se calló. Volvió a bajar la cabeza y notó como una lágrima se escapaba de su ojo, resbalando por la mejilla. Aquella lágrima casi le quemaba la piel. En ese momento hubiera deseado levantar la cabeza y encontrarse con Nacho en lugar de Ángel, pero en el fondo todo lo que había dicho éste era la triste realidad. Jamás volverían a ver a su amigo. Cuando Nacho hacía algo, cabían siempre dos posibilidades : que fuera fruto de una larga reflexión, en cuyo caso no se volvería atrás por considerarlo suficientemente razonado, o que fuera producto de uno de sus fogonazos, y tampoco se arrepentiría porque de no ser por esos fogonazos, para bien o para mal, Nacho estaría muerto en vida. Eran aquellos impulsos los que le elevaban a lo que era o le reducían, porque no se sabía muy bien si aquello era un virtud loable o un defecto despreciable.
- ¿Y por qué nos hemos tenido que dar cuenta ahora, precisamente ahora que ya no podemos hacer nada? -quiso saber amargamente Luna.
- No tengo ni idea. No sé tú, pero yo no necesité nunca que me contara más de lo que me contaba.
- Eso es verdad -corroboró-. Sabía hacerlo muy bien. Te ponías a hablar con él y cuando te ibas estabas contenta porque te habías reído un montón y te olvidabas un rato de los problemas. De todos modos, muchas veces se le notaba que le pasaba algo, aunque tratara de disimularlo con sus gansadas. Anda que no he intentado veces que me lo contara y siempre le decía “¿Qué te pasa?” y me respondía “Nada”. Y yo lo puedo preguntar dos veces, tres veces, pero si siempre tienes la misma respuesta, pues mira, sinceramente, paso de seguir hablando del tema.
- Hay que hablar con Beatriz -sugirió Ángel, dando un giro a la conversación-. Ella seguro que sabe algo -miró a Luna y le guiñó un ojo-. ¿Vamos?
Los dos amigos salieron de la Facultad, vencidos por la amargura de creer que no verían más a Nacho. Ni siquiera la esperanza sería capaz de arremeter contra aquella angustiosa sensación que les devoraba las entrañas.

IV.

- ¿Cuándo fue la última vez que le viste? -preguntó Pedro.
- Hace un par de días, más o menos -Ángel trataba de hacer memoria pero no lograba acordarse exactamente.
- ¿Te dijo algo o viste que hiciera algo raro?
- No, que va. Estaba como siempre. Venía a clase, bajábamos a la cafetería... lo de siempre.
- ¿Y no le pasaba nada?
- No.
- ¿Nada? ¿Estaba metido en drogas?
Ángel se enfadó. Cerró fuertemente el puño y se contuvo milagrosamente para no reaccionar con demasiada brusquedad.
- No tiene ni puta idea de quién era su hijo, ¿verdad?
- Escucha, niñato -dijo Pedro, clavando su dedo anular en el pecho del joven-, conozco mejor que nadie a mi hijo y sé perfectamente que no se ha ido por su propia voluntad. O se lo han llevado o le han convencido para que se fuera.
- Lo que yo decía, ni puta idea... Tenga -dijo escribiendo unas cifras en un pedazo de papel-, éste es mi número. Llámeme en cuanto sepa algo o si les hago falta.
Ángel no regresó a clase. Se dirigió inmediatamente a la cafetería. Pidió una cerveza y se sentó en la mesa que solía ocupar con Nacho. Repasó mentalmente los días pasados y no encontraba ningún motivo por el que su amigo se hubiera fugado. Y había hecho eso : se había fugado. La posibilidad de un rapto se desvanecía desde el mismo instante en que faltaba ropa en el armario de Nacho y una bolsa de viaje había sido extraída del maletero donde se guardaba. Ángel conocía los problemas de su amigo en casa ; nunca los había conocido a fondo, pero sabía de su existencia. A pesar de ello, consideraba que no era razón suficiente para haberse marchado.
Cuatro botellas vacías de cerveza escoltaban a una llena que Ángel sostenía con su mano. Seguía reflexionando acerca de la conversación mantenida con el padre de Nacho. No podía dar crédito a lo que había oído. Era inconcebible que contemplaran la posibilidad de las drogas, ¿o no? Estaba muy confuso. Se lamentaba amargamente de la desaparición de su amigo y veía arruinados todos sus sueños, surgidos siempre del whisky de alguna borrachera, de encontrar en un futuro un trabajo, ganar un sueldo decente y viajar a Alemania, a la Fiesta de la Cerveza. Y eso era lo menos grave que podía suceder. Lo peor, pensaba, era que perdería a un amigo que siempre lo había dado todo por él, sin pedir jamás explicaciones. Un amigo que a veces se ausentaba por cualquier motivo y que rechazaba alguna juerga de vez en cuando, pero que si se le necesitaba, ni siquiera daba tiempo a pensar en pedir su ayuda, ya estaba allí. Un amigo que nunca falla, un verdadero amigo.
Ángel recordó entonces a Beatriz. Quizá ella supiera algo más de Nacho. Últimamente se había visto mucho y ella sería seguramente quien pudiera aportar más información sobre el paradero de Nacho. Acabó la quinta cerveza y se levantó, dispuesto a buscar a Beatriz. Tan solo esperaba que no fuera precisamente ella la causante de la fuga, aunque algo le decía en su interior que resultaba lo más probable.

domingo, 1 de febrero de 2009

III.

Los alumnos más rezagados corrían por los resbaladizos pasillos que surcaban la Facultad de un extremo a otro. Pedro ignoraba cuál era la clase de su hijo; tenía la impresión de que aquel edificio de hormigón y cristal se cernía amenazante sobre todo extraño a él, invitándole a abandonar la estancia. Se sentía incómodo entre aquellos muros que encerraban a unos veinteañeros soñadores... como su hijo. Deseaba chocarse con algún alumno despistado y que, cuando se agachara para recoger los apuntes desparramados por el suelo, viera el rostro de Nacho. Todo habría resultado ser una confusión... por la que Nacho debería pagar, por supuesto. “Pero no había ropa”, se repetía una y otra vez.
El padre llegó a la secretaría convencido de que allí podrían facilitarle la clase de su hijo. Después de explicar minuciosamente y por dos veces todo lo sucedido, la secretaria de gafas ovaladas y carmín escarlata accedió a dar el dato: el aula 409. Dos minutos más tarde, la puerta de la clase 409 era golpeada por tres veces y se abría, dejando ver a Pedro, que sintió una vergüenza amedrentadora ante las miradas de desaprobación que le seguían los pasos. Cuando llegó a la tarima, subió y puso en conocimiento del profesor todo lo sucedido.
- Vamos a ver, silencio, por favor -puso orden el maestro en su aula-. Este caballero es el padre de Ignacio del Valle Carrión. Parece ser que ha desaparecido y sus padres quisieran hablar con alguno de sus amigos.
Luna sintió un nudo en el estómago. Bajó la mirada al papel y tuvo que contener las lágrimas. Ángel se levantó inmediatamente.
- Yo le conocía...-aseguró Ángel, que tras vacilar unos instantes añadió- ...bueno, le conozco.
Luna levantó la cabeza y pensó acompañar al muchacho, pero antes de que pudiera decidirse si lo hacía o no, Pedro abandonaba la clase con el joven. “A lo mejor es mejor esperar a ver qué le dicen a Ángel”, pensaba. No quería involucrarse con la familia de sus amigo, prefería quedarse al margen y a la expectativa del desarrollo de los acontecimientos. Según fueran transcurriendo éstos, tomaría las decisiones oportunas. Sin embargo, en lo más profundo de su ser era consciente de que aquello no iba a ser posible. Quería demasiado a Nacho como para dejar que los hechos sucedieran sin más, sin que ella tomara parte en ellos. “Yo le conocía”, había dicho Ángel. Luna se reía de todos los que como Ángel, creía conocer a Nacho. Nadie le conocía. Ella creía que lo había hecho y de pronto un buen día comenzó a hablarle de La Malagueta, del Quitapenas y del cine Alameda. Nacho era un reducto, un pequeño tesoro que todos creían poseer y que nadie, jamás, había conseguido ver con claridad, deslumbrados quizá por aquella fachada tan perfectamente estudiada y que satisfacía a los demás.
El resto de la mañana, Luna estaría ausente, perdida en sus pensamientos, en sus recuerdos y, sobre todo, deseando que Nacho volviera... y que lo hiciera pronto.

viernes, 30 de enero de 2009

II.

Pedro se levantó aquella mañana entregado por completo a la rutina diaria. Tras haberse incorporado de la cama, fue deslizándose por el pasillo, procurando no hacer demasiado ruido para no despertar a su familia. Entró en el cuarto de baño y se sorprendió al descubrir que Nacho no se encontraba en él. Solían coincidir todos los días, en ese espacio de tiempo en que uno finaliza sus tareas de aseo y otro las comienza. Pero aquella mañana no se encontraron. Media hora después, Pedro salía del cuarto de baño perfectamente afeitado y con un pelo engominado impecablemente. Se dirigió al cuarto de Nacho con la intención de darle los rutinarios “buenos días”, pero su hijo tampoco estaba allí. Su cama no había sido deshecha; las sábanas se hallaban inmaculadamente estiradas, sin una sola arruga que revelase que hubiera sido ocupada por la noche. Pedro no supo cómo reaccionar durante unos segundos. Miraba atónito la sábana pulcramente extendida y por su mente comenzaron a precipitarse desordenadamente una larga lista de lugares en los que podía encontrarse su hijo.
Esta vez no se deslizó a lo largo del pasillo, corrió desesperadamente hacía su dormitorio en busca de su mujer. Clara se despertó sobresaltada.
- ¿Qué pasa, Pedro?
- Nacho no está.
- ¿Qué?
- Que no está -repitió el padre-, que no ha pasado la noche aquí.
- ¿Cómo que no ha pasado la noche aquí? -preguntó Clara.
- ¡Que no, joder, que no! ¡Pareces tonta!
Una vez que se hubieran calmado, buscarían la agenda de su hijo entre las montañas de papeles que se amontonaban en su escritorio. No encontraron más que sus restos calcinados en una papelera. Nacho debía de haber quemado la agenda antes de irse. Ya no cabía la menor duda. En un principio, los padres habían pensado que su hijo estaría seguramente en casa de Ángel o de algún otro amigo. Ahora, en cambio, permanecían mirándose fijamente, en silencio, al pie de la papelera que contenía las cenizas de la agenda. Clara se llevó la mano a la boca. Una lágrima resbaló por su mejilla.
- No, Dios mío, no, por favor -suplicó mientras se encaminaba rápidamente al armario de su hijo. Abrió bruscamente las puertas de madera de roble y cuando observó la ropa que descansaba en las baldas se dejó caer sobre sus rodillas, emitiendo un grito histérico. Faltaban unas cuantas prendas. Pedro se acercó y la rodeó con los brazos, tratando de consolarla.
- ¡Déjame, cabrón! -gritó Clara-. La culpa la tienes tú, hijo puta, que siempre estás peleándote con él.
Pedro la soltó, como quien se desprende de algo inútil y molesto.
- ¿Yo? Pero qué mala eres, ¡qué mala eres! Tú si que estabas siempre peleándote.
El intercambio de insultos y acusaciones aún duraría unos diez minutos. Cuando repararon en que el tiempo corría en su contra cesaron en sus mutuas descalificaciones y llamaron a la policía. En mitad de la angustiosa excitación y el frenético histerismo del que eran objeto, recibieron bruscamente desde la centralita policial, como un pesado y duro mazazo, la fatídica pregunta:
- ¿Es mayor de edad?
Esperó la respuesta afirmativa, que se demoró un tanto por el desconcierto producido ante aquella pregunta.
- Pues no lo podemos considerar todavía como una desaparición. Puede haber ido a cualquier sitio, por cualquier motivo. Lo siento.
- Escúcheme, señorita -exigió Pedro con crispación-, mi hijo no se iría toda la noche fuera sin decirme nada, ¿me oye?
- Lo siento de veras, pero no han transcurrido las horas necesarias para considerarlo desaparición.
La desolación se instalaría en casa de Pedro y Clara, empapando el ambiente de una pegajosa sensación de vacío, de profunda decepción. ¿El remedio? Aquello no tenía remedio, aunque ellos lo ignoraran e intentaran por todos los medios retener a su hijo, todas las puertas estaban cerradas... y únicamente Nacho era capaz de abrirlas de nuevo, pero se encontraba demasiado lejos para hacerlo, para coger las llaves de esas puertas y utilizarlas. Llaves que se habían fundido a la vez que la agenda quedaba totalmente calcinada, sin posibilidad alguna de recuperarla.

jueves, 29 de enero de 2009

SEGUNDA PARTE: CAMBIO DE RUTA

Beatriz esperaba la llegada de Nacho... o Iñaki, como le llamaba. Para ella siempre había sido Iñaki. Con el resto de la gente aquel muchacho se comportaba como Nacho, pero con ella, pensaba, era Iñaki. Eso le servía para diferenciarle. ¿De qué? No, no era esa la pregunta; sería más correcto cuestionarse de quién: de todos. Nacho era su posesión, no cabía la posibilidad de que cayera en manos ajenas. Si los demás querían a ese chico, deberían conformarse con un burdo pedazo de Nacho... el resto de Iñaki sería plenamente para Beatriz.
Pero Nacho, Iñaki o como se designe al muchacho que hacía breves minutos, había subido los escalones del entarimado desgastado, había desaparecido. Beatriz seguía esperando, emocionada, el regreso de su novio a la mesa. Sentía unos incontenibles deseos de estrecharle en sus brazos y cubrirle de besos. Le amaba. Tras haber escuchado aquella canción, había saltado un resorte en su corazón. Un resorte que despertó una extraña sensación de vacío, la cual, al mismo tiempo, le producía un lleno absoluto. Era demasiado confuso. Sabía que quería a Nacho, pero hasta el preciso instante en que escuchó boquiabierta aquel tema, no había sido consciente de que le amaba.
Pero Nacho había desaparecido. Un cuarto de hora. Los cubitos de hielo totalmente derretidos en el refresco. Las lágrimas secas en el pañuelo de papel. Aquella silla vacía en frente de Beatriz comenzaba a angustiarla. Se preguntaba una y otra vez dónde estaría, cuando llegaría. Quince minutos eran demasiados minutos. Beatriz pasaba el vaso del refresco de una mano a otra inconscientemente, inmersa en sus pensamientos. Reparó en que ni siquiera sabía que Nacho tocara el piano. Este hecho no era aislado, encabezaba una larga lista de datos del pasado de Nacho que no habían visto la luz para ella. Por un momento creyó que amaba a un completo desconocido. Comenzó a repasar todo cuanto sabía acerca de él y era incapaz de recordar más de diez ocasiones en que se hubiera abierto a ella. Y curiosamente, jamás lo había necesitado. Nacho parecía tener la enigmática habilidad de hacer olvidar su curiosidad a los que le rodeaban. Todo el que estaba junto a él sentía la necesidad de abrir las puertas de su pasado, de su presente e, incluso de su futuro, de par en par y le invitaba a instalarse. Sin embargo, Nacho acababa convirtiéndose en el huésped bohemio, extravagante, extraño. A los ojos de los demás, que precisaban de él más de lo que quisieran, ya no era extraño. Era preferible pensar que era especial.
Pero Nacho había desaparecido. Media hora. La pareja de la mesa de la derecha se reía tímidamente, como no queriendo irrumpir con escandalosas carcajadas en el silencio del local, enmarcado por las notas del piano. Él cogía las manos de su pareja y hablaba suavemente. Ella esbozaba en su rostro una sonrisa y el brillo de sus ojos despedía diminutos destellos de felicidad. De pronto, el hombre levantó su mano izquierda, rodeó despacio la nuca de su amada y acercó sus labios al oído. Susurró unas palabras que produjeron un efecto de asombro y alegría en la mujer. Ella, con los ojos vidriosos, le besó suave y profundamente... como sólo dos enamorados saben besar. Beatriz contemplaba la escena y trataba de convencerse de que de un momento a otro Nacho aparecería de nuevo y se sentaría en su silla. Cogería sus manos y conseguiría que la sombra de la tristeza se esfumara de su faz. Le diría que la amaba y expresaría sus deseos de permanecer junto a ella el resto de su existencia. Y se besarían y , probablemente, acabarían la noche en su casa, haciendo el amor en la cama de sus padres y prometiéndose felicidad eterna.
Pero Nacho había desaparecido. Una hora. La pareja de la mesa de la derecha había abandonado el local cogida de la mano. Beatriz se estaba engañando. Y lo sabía. Sabía que Nacho no regresaría, que su “Te quiero, hasta la vista” había sido definitivo. Sabía que aunque permaneciera sentada en aquella silla hasta que cerrasen el pub, no le volvería a ver. Sabía, en definitiva, que Nacho había desaparecido. Sólo esperaba que no fuera para siempre, pero incluso en ese deseo creía estar engañándose.

martes, 27 de enero de 2009

XVII.

Era una noche como otra cualquiera. La oscuridad se había dejado caer por la ciudad y me encontraba en la calle de Beatriz. Permanecía sentado en un banco de madera tan carcomida como mi decisión. Intentaba concentrarme en lo que iba a hacer ; no quería que nada saliese mal, no esta vez. Fui a un bar próximo a la casa de Beatriz y me dirigí al teléfono. A medida que iba marcando los números notaba cómo se abría ante mi una grieta insalvable, y marcaba más y más rápidamente.
- ¿Diga? -contestó Bea. Era ella, estaba seguro y, precisamente por eso colgué. Me había quedado en blanco, sin palabras. Nunca me había sucedido algo parecido y me sentí estúpido. Volví a marcar y, esta vez, la grieta me engulló.
- ¿Diga? -era de nuevo ella.
- ¿Bea? ¿Qué hay? ¿Qué tal?
- Bien, bien... Oye, ¿dónde estás, que se oye tanto jaleo?
- En el bar que hay debajo de tu casa. ¿Bajas un momentito?
- Dame cinco minutos -contestó y la voz se perdió bruscamente en el pitido de la línea cortada.
Aquellos cinco minutos siempre eran diez, pero en esta ocasión fueron realmente cinco y esa noche comenzó a no ser una noche cualquiera. Sugerí que fuéramos a un bar que conocía muy bien : La Pérgola. Las últimas noticias que me habían llegado acerca del local aseguraban que el dueño había cambiado ; Diego se había esfumado. Ojalá lo hubiera hecho para siempre. En cualquier caso, el piano seguía allí, esperando, quizá, mi regreso. Me agradaba la idea de figurarme al piano con vida propia, echándome de menos porque como yo nadie lo ha tocado ni ha interpretado canciones tan tristes.
Cuando llegamos, lo primero que hicimos fue pedir dos cervezas y sentarnos en una de las mesas situadas al fondo, desde donde se veía el escenario y la luz era muy tenue. Comenzamos a hablar de banalidades, como siempre hacíamos, para terminar discutiendo sobre nuestros futuros, que siempre eran distintos y separados el uno del otro, aunque se suponía que nos amábamos. “Mecanismos de defensa”, que suele decirse... Ella se imaginaba ejerciendo su carrera, soltera, independiente y sin haber perdido por el camino ninguno de sus rasgos más distintivos. Sonaba bien, muy bien. “¿Y tú?”, me preguntó. “Yo no me imagino, ni sé ni quiero imaginarme mi futuro. Sólo sé una cosa y cuando llegue el día habrá llegado pero eso es todo”. Respuesta, cuando menos, desconcertante, pero ella estaba acostumbrándose a ese tipo de contestaciones, a las que ya restaba importancia.
- ¿Tan quemado estás de todo?
- ¿Quieres que te diga la verdad? Hasta hoy voy tirando con lo que tengo, que aunque no es poco, no es suficiente. Y me fastidian muchas cosas y no tengo demasiada suerte con nada... Hasta el día que me harte, pase de todo y quiera desconectar. Ese día cogeré lo imprescindible, me haré con una caravana y si te he visto no me acuerdo. Será un adiós inesperado y definitivo. Llegaré donde nadie me conoce y donde nadie se interese por mi. Dicen que los lugares cambian pero las personas no. Es cierto. También aseguran que huyendo no se gana nada...
- Y es cierto -interrumpió Beatriz.
- ¿Sí? Pues yo digo que tampoco se pierde demasiado. Y algún día puede que lo demuestre.
- No serás capaz. Decirlo a la ligera es muy fácil, pero del dicho al hecho hay mucho trecho.
-¿Tú crees? Pues lo haré y muchos me pedirán que vuelva y eso únicamente servirá para alejarme aún más... aunque allá, en el mismo quinto infierno, lo esté pasando fatal y malviviendo, pero estaré malviviendo mi propia vida y seré casi libre. Y me tiraré veinte años ahorrando dinero para que cuando llegue el 13 de marzo del 2013, me compre un traje elegante y caro, compre dos pasajes para Nueva York, te llame y te haga el mejor regalo de cumpleaños de toda tu vida, enredados desnudos entre las sábanas de un hotel de la Quinta Avenida. Y ese día ya sí seré libre, completamente libre, habiendo dejado atrás a todo y a todos.
Beatriz estaba pálida y sus ojos brillaban tanto que parecía que iban a rebosar. No sabía qué hacer, qué decir... pero yo sí. La besé y me correspondió con uno de esos escasos besos sinceros. “Te quiero... espera un momento”. Me levanté y hablé con el dueño del local. Tras una breve conversación y un intercambio de palabras por dinero me dirigí hacia el escenario. El pianista que hasta entonces había estado tocando, dejó de hacerlo y me cedió su sitio, obedeciendo la seña del dueño. Bea estaba completamente desconcertada; no tenía la más remota idea de lo que estaba sucediendo.
Ajusté el asiento a la altura adecuada, respiré hondo y, tras mirar durante unos segundos ese piano, comencé a interpretar la mejor canción que jamás he compuesto... y era la canción de Bea. Lo hice como en los viejos tiempos, sin partitura. Era magnífica la sensación que experimentaba, llegando a dudar si aquello lo estaba haciendo por Bea o por mí. Ella, emocionada, lloraba. Y me sentí el hombre más feliz del mundo, aunque sólo durase unos instantes, incluso el más amado. Terminé la canción y con un “Te quiero, hasta la vista” desaparecí por detrás del escenario. Bea se quedó allí esperando a que me reuniera de nuevo con ella. Ignoro cuánto estuvo realmente.
Después de unos minutos, supongo que se daría cuenta de que, recordando mi pasado, intentando recuperarlo de algún modo, acababa de perder mi presente.

domingo, 25 de enero de 2009

XVI.

Allí estaba... una vez más. ¿Cómo era posible que aquel tipo no se diera cuenta de lo que me estaba haciendo? Y lo que es peor, ¿cómo no se daba cuenta ella? ¿O si lo hacía? Lo ignoro. Seguramente esta fue una de las razones que motivó el patético desarrollo de los acontecimientos posteriores.
No eran celos exactamente... o al menos eso creo. Descarto definitivamente la posibilidad de los celos porque éstos atacan únicamente cuando uno duda. Se trata de esa terrible duda que desmorona los cimientos más sólidos de cualquier seguridad. Aparece sin previo aviso, por la retaguardia y, en el momento más inesperado, ejecuta el golpe de efecto definitivo provocando el hundimiento más atroz.
No, no eran celos exactamente. Yo nunca fui víctima de esa certera duda. La incertidumbre no conseguía alcanzarme pues estaba escudado eficazmente tras la certeza de que Beatriz estaba realmente enamorada de mí. Cabría pensar que a pesar de hallarse en ese estado que se supone tan maravilloso, cayera en la antigua tentación del sexo. Sin embargo, la seguridad y confianza en ella eran tales que ni siquiera me planteaba el hecho de la infidelidad. Me agradaba pensar que en el penoso caso de que la tentación llamase a su puerta, tendría el mínimo tacto que se puede exigir y antes me lo diría... ¿o no?
No, no eran celos exactamente. Tan sólo me invadía una extraña sensación difícilmente definible, que me envenenaba las entrañas. En ocasiones, unos deseos febriles de golpear a Enrique se apoderaban de mí y juro que debía contenerme para no atacarle ferozmente. Y allí estaba una vez más. No lo soportaba. Con frecuencia se iba con ella sin mediar palabra o la acompañaba a lugares donde se suponía debería haber acudido yo. “¿Y no te importa?”, me decía Luna. La respuesta sólo podía ser una : “No, ¿por qué?”. No. Tras esa palabra nadie sabrá jamás el sufrimiento que yacía. Sentía que moría un poco por dentro cada día que llegaba a clase y les veía juntos de nuevo, o cuando me cruzaba con ella y ni siquiera me saludaba porque iba hablando con Enrique. Tras ese rotundo “no”, que para Luna no era tan rotundo, se hallaba toda una amalgama de sensaciones, todas ellas en contienda con cualquier sentimiento de felicidad. Y nadie lo sabía. Nadie.
“Joder, qué relación más rara”. Otra de las frases de Luna. ¿Qué relación? Llegaba un punto en que esa supuesta relación no era más que el espejismo esperanzador de una persona que se siente tan solo que dibuja a alguien en su mente, dotándole de todo aquello que precisa. Pero el espejismo se desmorona poco a poco. En un principio estaba convencido de que aquello saldría bien y creo que no era el único. Todo el mundo, incluso Ángel, estaba convencido de que no sólo formábamos una buena pareja, sino que llegaríamos muy lejos. Yo, en cambio, había fijado una fecha tope en la que se acabaría ese viaje y, sorprendentemente, el plazo ya había vencido... Pero no llegaríamos lejos. Me había equivocado al establecer el plazo con desastroso fin, pero el error era mínimo... tan mínimo como el amor que pareció sentir ella alguna vez por mí.
Estaba tan confuso que era incapaz de mantener un orden lógico en mis pensamientos. ¿Por qué hice lo que hice ? Quién sabe. Es la estúpida teoría de los fogonazos. Luna lo llamó en una ocasión, aquella vez a la salida del teatro, “impulsos”, pero siempre he preferido llamarlo “fogonazos”. Son situaciones en las que odiosamente condicionado por los acontecimientos que a uno se le han cargado paulatinamente a la espalda, se acaba por romper con todo. En lugar de desplomarse y hundirse sin vislumbrar posibilidad alguna de rehacerse, uno se inclina por descargar todo el peso... Lo terrible de estos espontáneos fogonazos es que fuerzan irremediablemente a dejar atrás tanto lo bueno como lo malo y partir a alguna parte, aún sin determinar, con el solo equipaje del recuerdo. Ni siquiera se puede decir que el valor sea tu compañero de viaje, porque cayó con el resto del lastre. Quien de veras sí te acompaña es la soledad, que siempre es fiel y proporciona conversación, esos larguísimos monólogos, tanto al que lo necesita como al que no, porque la soledad habla, y habla mucho... basta prestarle oídos. Eso es algo de lo que uno se da cuenta a medida que transcurre ese viaje a ninguna parte, cuyo destino está penosamente ligado al pasado a pesar de que uno ni siquiera quisiera asistir al presente.

sábado, 24 de enero de 2009

XV.

Con dieciséis años rocé el alcoholismo y la drogadicción. Conseguí salir del mal camino y, admirablemente, en casa, una vez más, nunca supieron nada. Estuvieron a punto de perderme y estaban tan ocupados en gritarse el uno al otro que no se dieron cuenta. ¿Necesitaba su apoyo para salir de aquella pesadilla? Creo que no. Creo que fue precisamente su ignorancia e indiferencia lo que me impulsó a abandonar ese maldito veneno que me destrozaba las entrañas. Cada grito, cada bofetón, suponían un nuevo impulso para seguir diciéndome “Hey, vamos adelante, que queda poco y tienes que demostrarte que no les necesitas... ni a ellos ni a nadie”. Ni siquiera a Marisa, a la que intenté sacar de su mortecino ambiente y fracasé. Incluso me costó más de una paliza por parte de Diego...
Y me lo demostré. No necesité a nadie y si no lo hice entonces, no lo haré jamás. Nunca me hará falta nadie porque más que un corazón, lo que tengo es una coraza demasiado sólida como para que alguien pueda traspasarla. Nadie. Nunca.
A los dieciocho años llegó a mis oídos la noticia de que Marisa había muerto : sobredosis. Se lo había advertido tanto... No me quiso escuchar. La grité hasta quedarme afónico y ni siquiera me oyó. Prefirió seguir escribiendo su particular partitura de vicio y destrucción, abrasándose en la hoguera mientras duró la leña.
- Sal de ahí.
- ¿Cómo? ¿Qué haré luego, Iñaki? Es mi vida. Mi partitura.
Me llamaba Iñaki, no sé por qué... como tampoco sé porque Bea lo hace. Son las dos únicas personas que me lo han llamado nunca.
- ¿Partitura? ¿Qué partitura?
- La de mi vida.
Silencio.
- Yo no soy como tú, Iñaki. Yo necesito una partitura para vivir.
Así se desarrolló la última conversación con Marisa. Di media vuelta y desaparecí.
La noche del velatorio acudí al tanatorio y dudé si entrar a verla o no. Finalmente decidí no verla. No quería que la última imagen que tuviera de ella fuera su tez pálida, enmarcada en un ataúd, con una apariencia tan fría... tan muerta. Deseaba recordarla en vida, aunque ya entonces estuviera medio muerta. A la salida del edificio me crucé con Diego. Una sensación de odio, asco y furia recorrió todo mi cuerpo, apoderándose de mí. Le propiné un puñetazo en el rostro, fracturándole el tabique nasal y haciéndole caer de espaldas. Desconcertado por el golpe y confuso por el dolor, se quedó mirándome. Mantuve la mirada unos instantes y me marché en silencio mientras pensaba : “Ese puñetazo por Marisa, por mi, por mi música y por todo lo que nos has hecho, maldito cabrón”.
¿Qué me ha dado mi música? Caos, destrucción, muerte y decepción. Y eso es muy difícil de olvidar. Cada vez que oyes un piano, la boca te sabe a whisky, el recuerdo te machaca el ánimo y el corazón se resiente. De la música conservo el éxito, la creatividad y una sensación de placer ilimitado, pero de mi música sólo conservo angustia y muerte, todo ello concentrado en dos temas: Dictadura y De dos años (compuesto tras la muerte de Marisa), que un día decidí no borrar porque, tal vez, sería lo único que volviera a sentir cuando lo escuchara... Y eso es muy difícil de olvidar.

miércoles, 21 de enero de 2009

XIV.

Durante unos seis meses estuve yendo a casa de Marisa, desplegando mi arte y mi sexo, que acabaron tan íntimamente unidos que a veces no conseguía discernirlos. Esa relación era una completa estupidez, pero no era consciente de ello y Marisa, con sus treinta y cuatro años, tampoco parecía querer darse cuenta. Seguimos alimentando aquella hoguera, cuyas llamas alcanzaron una altura impresionante, hasta que nos quedamos sin leña y se extinguió por completo... habiéndonos abrasado antes.
Una de las llamas más altas tuvo lugar en La Pérgola. Se trataba de un pequeño local al que acudían peregrinos nocturnos de toda índole. Su único lazo de unión era la droga y el alcohol y quisieron que yo participara de él. Llegó la noche del debut. “Conmigo vas a perder las dos virginidades”, decía Marisa. Y así fue. Por decirlo de alguna manera, esa noche me desvirgué musicalmente hablando, ante un patético auditorio de borrachos y drogadictos. Eran escoria, la lacra de una sociedad que los había creado y no tenía intención de destruirlos porque confiaba en su propia autoaniquilación. Estaban acabados, su moral esquelética se había desvanecido y no eran más que una burda pandilla de fracasados. Pero me aplaudían, me gritaban “Bravo, muchacho” y se mostraban como una alternativa, como una salida a mi penosa situación familiar. El dueño del local, Diego, decidió incorporarme a su equipo de cantautores, de extraños personajes que llegaban con sus instrumentos y conseguían que los asistentes borraran de sus mentes quiénes eran y de dónde venían y sólo supieran el motivo de su estancia en La Pérgola : consumir droga y alcohol.. Mi música, además, siempre era triste, melancólica y esto les envenenaba más aún, sumergiéndoles profundamente en el proceso de autodestrucción.
Era fantástico acudir todos los viernes y, dejando a un lado las partituras que ni siquiera sabía leer, tocar el piano y cantar mis propias canciones. Acabada la actuación, acostumbraba a tomar un par de cubatas. Pronto fueron cuatro, seis... y el “después” fue “antes” y cuando actuaba lo hacía tan borracho que a duras penas conseguía recordar la letra de mis canciones. Y me daba igual. Continuaba tocando, con la mirada perdida y la consciencia rozando el límite. Y me daba igual. Los estudios comenzaron a empeorar notoriamente y el entrenador del equipo de baloncesto amenazaba con expulsarme por haber llegado apestando a whisky a algún entrenamiento. Incluso habían despedido a Marisa del instituto. El cóctel de drogas (en las que me inició ella, de nuevo), alcohol y sexo se volvía cada día más explosivo, se convertía en un auténtico cóctel molotov en el que la mecha era la música. Y me daba igual... como igual parecía resultar en casa, donde jamás se supo nada.
Una noche, mientras tocaba Dictadura, mi cerebro no pudo soportarlo por más tiempo y desconectó. Me desplomé, nublándose la vista hasta quedar inmerso en la más absoluta oscuridad y cayendo contra la tarima del escenario. Diego era el único sobrio en el local. Siempre son los jodidos camellos los que no consumen nada, de hacerlo sería su perdición. Son lo suficientemente astutos como para simular ante sus sonados clientes que están colocados, cuando en realidad no es así. Era el único realmente consciente y no me ayudó. Se limitó a arrastrarme hasta el Parque del Oeste, próximo al local, y a abandonarme allí.
Lo más grave no fue que me dejara tirado cuando más lo necesitaba. Ni que me introdujera en su viciada burbuja y me expulsara de ella cuando le vino en gana. Ni que estuviera a punto de arruinar mi vida. Lo más grave es que grabara mis actuaciones y me robara mis canciones. Eso sí que es grave. Grave es que hayas luchado y sufrido por algo que casi te deja en la cuneta y sea otro el que obtenga el fruto. Grave es que escuches un tema tuyo, con pequeñas modificaciones, en la radio y te des cuenta de que el gilipollas que lo interpreta quizá triunfe... y tú no puedes hacer nada para evitarlo. Sólo llorar a solas y maldecirte una y otra vez. Eso sí que es grave.