lunes, 24 de noviembre de 2008

III.

La luz taladraba mi retina dolorosamente. Abrí poco a poco mis ojos, y lentamente apareció ante mí el rostro de una mujer. Debía de rondar la cuarentena y resultaba muy atractiva. Me miraba cálidamente con sus ojos claros y sonrió mientras me acariciaba la frente, dando muestras de un cariño que de veras reconfortaba.
- Ya ha pasado todo. ¿Qué tal? -preguntó con una voz dulce y desconcertantemente sensual.
- Bien... creo -contesté-, aunque me duele todo el cuerpo.
La mujer sonrió de nuevo. Despertaba en mí calenturientos pensamientos más propios de un adolescente en plena eclosión sexual. Se incorporó y desabrochando los botones de su bata blanca de enfermera anunció:
- Tranquilo, yo sé quitarte el dolor.
La bata se deslizó suavemente por su cuerpo hasta caer al suelo, descubriendo sorprendentemente el más absoluto de los desnudos. Sus labios carnosos esbozaron una nueva sonrisa ; esta vez permitió que asomaran sus dientes y, lentamente, como no queriendo romper la quietud del momento, humedeció con su lengua aquellos labios que tanto comenzaban a obsesionarme. La sábana de mi cama hacía un buen rato que se elevaba por encima del nivel normal, mostrando abiertamente una poderosa erección.
- Vamos, cariño -dijo la ardiente enfermera-, súbeme aún más la temperatura.
A continuación resolvió meterse en la cama y tumbarse cubriendo mi cuerpo duramente castigado que, milagrosamente, parecía haber sanado por completo. Noté la agradable presión de sus senos contra mi pecho y cómo me besaba apasionadamente, introduciendo su lengua, explorando en mi boca. Mis manos codiciosas se movían torpemente, queriendo palparlo todo. Ella, en cambio, sabía perfectamente cómo debía actuar. Prueba de ello era la destreza con que en un abrir y cerrar de ojos se deshacía de mi pantalón. Los jadeos entrecortados se sucedían y mientras me cubría de besos y suaves mordiscos comenzó a masturbarme. Quise corresponder y se oyó un suspiro de placer. De pronto, y a medida que lamía mi pecho, mi cuello, la penetré. Un desgarrador jadeo se dejó oír en la habitación. Se irguió, apoyando sus rodillas sobre el colchón, y comenzó a moverse de adelante a atrás. La anárquica oscilación de sus pechos, enhiestos, amenazantes, acompañaban al vaivén de su cuerpo. Adelante, atrás, adelante, atrás... cada vez más rápidamente. La cama temblaba y los golpes de la cabecera contra la pared desconchada tan sólo eran amortiguados por los jadeos al unísono de ambos, que se confundían en una partitura de placer desenfrenado.

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